Nuestro país está inmerso en una crisis económica y social que la pandemia no hará más que agravar. Por eso, y cualesquiera sean los cambios que esta pandemia traiga consigo, urge revisar lo que hemos estado haciendo mal. Y en esa tarea, la revisión de las funciones y el uso del Estado aparecen como prioritarios.
Nuestro Estado promete seguridad física, salud, educación y otros derechos incluidos en los artículos 14 y 14 bis de la Constitución Nacional. Pero como no se ocupa del “qué hacer” para que esos derechos se hagan realidad, hay más de un 40% de pobres; más del 10% de desocupados y cerca del 50% de los que trabajan no gozan de esos derechos por estar en la informalidad. Para no hablar de la inseguridad y la mala atención de la salud y la educación.
Pese a esos fracasos, nuestra clase política sigue sin considerar como una función básica del Estado la de impulsar un desarrollo económico que cree los empleos genuinos y los recursos impositivos para una adecuada atención de todos aquellos derechos. Y ese “no hacer” se vincula a razones ideológicas derivadas: ya de un infantilismo anticapitalista que lleva a dificultar aún más ese proceso productivo; ya de una concepción de la democracia que se agota en los principios del liberalismo político desatendiendo las necesidades materiales de los ciudadanos. A todo eso se agrega una mala praxis de la clase política que hace del ejercicio del poder una estrategia de supervivencia, la que teme poner en riesgo si plantea a la sociedad las exigencias derivadas de un cambio estructural. En esta perspectiva el Estado se convirtió en una fuente de recursos que la clase política usa para cooptar apoyos incondicionales que la mantenga en el poder. Para ello se vale de subsidios, planes sociales o la creación de empleos que no responden a una necesidad genuina del Estado. Esto último agrava las cosas por el hecho de que esos empleos se cubren con personas que no acreditan competencia profesional, lo que lleva a una peor prestación de los servicios y a un aumento innecesario de las reparticiones administrativas que enmarañan los trámites que debe cumplir la ciudadanía: entre otros, los relacionados con la creación de un nuevo emprendimiento económico. El “loteo” reciente de varias dependencias del Estado para satisfacer las demandas de diversas fracciones de la fuerza gobernante no es más que un ejemplo de ese mal uso del Estado. Para no hablar de las sospechas en cuanto a la existencia de una estrategia que hace de la pobreza un capital político al mantener cautiva a una buena proporción de los ciudadanos.
Argentina no resolverá sus problemas de pobreza, informalidad laboral y malos servicios hasta no recuperar un Estado cuyas herramientas se pongan al servicio del desarrollo económico. Y aquí es bueno desnudar las falacias de ciertas ofertas ideológicas que entorpecen aún más esa tarea tan necesaria: las del liberalismo económico y las de la socialización de los medios de producción. El primero esconde la intervención del Estado en los éxitos de la revolución industrial y la acumulación primitiva, al “garantizar” la explotación inhumana de la fuerza de trabajo por parte de los dueños del capital; en el otro extremo, los defensores de la socialización de los medios de producción esconden que la misma ha llevado a una insuficiencia productiva, a precarias condiciones de vida y a la perpetuación de dictaduras políticas.
Nuestro Estado no se preocupa por impulsar inversiones productivas; peor aún, entorpece la actividad privada con regulaciones populistas y cargas impositivas exageradas. El Estado que necesitamos es uno que, junto con garantizar una democracia republicana, se ocupe de fomentar esas inversiones creadoras de riquezas y empleos; respetando una legislación laboral moderna, pagando buenos salarios; cuidando el medio ambiente y haciendo los aportes impositivos que permitan atender los derechos prometidos.
*Sociólogo. Club Político Argentino.