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El género paranoico

El ensayo es un género por definición recursivo: piensa en otras cosas al mismo tiempo que se piensa a sí mismo.

16-4-2023-Logo Perfil
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Cierta vez le pregunté a Ricardo Zelarayán por qué nunca había escrito un ensayo, y me respondió: “Porque el ensayo es un género paranoico”. Zelarayán, como Fogwill (que en sentido estricto nunca escribió un ensayo, sino artículos periodísticos, intervenciones, notas de opinión, más allá de que fueron claves –y aún lo son– para entender la transición a la democracia) ya eran ellos lo suficientemente paranoicos como para saltearse el pasaje por el ensayo. Pero más allá de la boutade, cierto es que el ensayo es ante todo un género interpretativo, y la interpretación incluye siempre una cierta clase de hermenéutica, de abismo conjetural, la puesta en relación de textos que aparentemente no tienen relación; la idea, levemente paranoica, de que todo tiene que ver con todo. El ensayo es un género por definición recursivo: piensa en otras cosas al mismo tiempo que se piensa a sí mismo. De los diversos subgéneros del ensayo, hay uno al que suele llamarse “ensayo de escritores”. Y en el interior de ese subgénero, existe uno al que se lo denomina “ensayo de poeta”. Pues, nada me es más ajeno (o tal vez sí: las películas con Francella) que la división en géneros, subgéneros, etc. Diré entonces que los ensayos literarios no se vuelven necesariamente interesantes por estar escritos por poetas (alcanza con leer a Hugo Mujica para comprobar la veracidad de esa frase), pero sí que hay poetas que también han escrito grandes ensayos. Hace ya años, las Ediciones de la Universidad Diego Portales, de Chile, publicó –al cuidado de Ignacio Echevarría– una serie de ensayos de poetas norteamericanos por demás agudos. En esa época leí tres de ellos, y todavía los recuerdo bien: Poesía, ensayos y entrevistas, de George Oppen, La gran licencia, de John Asbhery, y La invención necesaria, de William Carlos Williams. Como es sabido, Williams tuvo buena recepción entre nosotros, en especial entre algunos de los llamados “poetas de los 90”. Menos circulación tuvieron sus novelas, como Así comienza la vida (Santiago Rueda, 1946) o sus cuentos, como Historias de médicos (Montesinos, 1986). Y mucho menos aún se conocen en castellano sus ensayos, con la excepción de El idioma estadounidense, que se publicó en un sinfín de revistas, a veces con el título de El idioma norteamericano. Por lo que esa edición de La invención necesaria fue, en su momento, un pequeño acontecimiento para los lectores de Williams en castellano. Leído en su conjunto, el libro presenta a un Williams plenamente antiintelectual, si se entiende lo intelectual, como él lo pensaba, como aquello a lo que se dedicaba T.S. Eliot. Pierde de vista Williams que entre la perfección fría y académica de Eliot y la percepción que él mismo tenía de la cultura norteamericana (la de un honesto médico de Nueva Jersey) hay un conjunto de experiencias literarias radicales, sobre las que casi no se detiene. Se detiene, sí, en Marianne Moore, lo cual habla muy bien de él, pero también en E.E. Cummings, tiñendo sus gustos sobre un manto de dudas. Ocurre que cierto vitalismo recorre sus ensayos, como en verdad también su poesía; solo que esta es extraordinaria y sus ensayos no. La traducción y el prólogo de Juan Antonio Montiel son buenos. Como cuando Willams, en El idioma estaunidense, de 1940, afirma: “Solo los rusos que censuran la correspondencia nos ganan en estupidez”.