A medida que se consume y nos consume el verano, se confirma un dato parametral de la etapa abierta en octubre pasado: la Cristina que conocimos hasta entonces, la que rebozaba autoconfianza, hablaba de todo todo el tiempo, ocupando siempre el centro de la escena y si no controlaba algo, actuaba como si pudiera hacerlo con sólo proponérselo, ya no existe. Así que no hay forma de que vuelva. Y la que ha vuelto de su licencia está y no está, aparece cada tanto aunque en actitud más bien esquiva, y no se sabe muy bien qué quiere ni lo que hace. Pero es la única que queda; aunque no conforme más que la anterior a sus críticos, ni satisfaga a los que aún le son adeptos.
Es curioso que entre los que más extrañan a la antigua Cristina haya unos cuantos que no la querían nada, pero se habían acostumbrado a pelear con ella y ahora padecen un terrible horror al vacío: ¿cómo sigue esta historia, qué hacer cuando ya no hay un centro gravitacional que ordene la situación, frente al cual se pueda rápida y fácilmente ubicarse aunque más no sea por la negativa? Difícil saberlo. Lo que se descuenta es que la etapa que iniciamos será mucho más complicada que la que se cerró con las legislativas de 2013. Y no tiene sentido lamentarlo, en particular no lo tiene para quienes se esforzaron en que así sucediera. El kirchnerismo no se perpetuará en el tiempo: está llegando su momento, y van a tener que demostrar que pueden no sólo ayudar a desarmar un orden indeseable, sino timonear el cambio hacia uno mejor. La oportunidad para intentarlo no va a estar abierta mucho tiempo.
Pato rengo. Las leyes de la física parecen estar dándole una mano a la política a este respecto, haciendo del apuro una seña peculiar de este verano. En los partidos, los aspirantes a la sucesión se apresuran a ocupar posiciones y queman etapas, y aunque 2014 no será un año electoral, todos hacen como si el calendario se fuera a ir volando. Los actores sectoriales, por primera vez en mucho tiempo, prestan más atención a los posibles sucesores que a las actuales autoridades, de las que se espera cada vez menos: los intentos de unificar tanto el campo empresario, en torno a un foro que era impensable poco tiempo atrás, como el sindical, a través de la coordinación de iniciativas entre las cinco centrales hoy existentes, objetivo que pondrán a prueba mañana en Mar del Plata Moyano y Barrionuevo, pueden leerse como apuestas por reducir los costos y la incertidumbre que les generan las políticas en curso, pero son, sobre todo, esfuerzos a futuro para gravitar en las que les seguirán.
El principal combustible de este apuro es, claro, el desconcierto que reina en el seno del Gobierno y las dudas que ello genera sobre su capacidad de mantener un mínimo orden de aquí a 2015: la sensación de vacío ya existía cuando Cristina estaba en el sur y no se sabía cuándo volvía; pero ahora que volvió y no disipó las dudas, no se sabe qué esperar, y todo empeoró. ¿Tocamos ya fondo y la situación se estabilizará o se descontrolarán del todo la inflación, el dólar y la protesta social? ¿Habrá desbandada en el peronismo territorial como la hay cada vez más en el sindicalismo? Y, sobre todo, ¿qué hará Cristina? ¿Qué pretende de aquí en más?
La ventaja del silencio. Hay una base objetiva para esta incertidumbre: la situación actual es muy distinta a todas las que hasta aquí enfrentaron ella y su gobierno. Pero el componente subjetivo es determinante: a ambos siempre les ha repugnado lidiar con la escasez; ahora que enfrentan varias escaseces simultáneas, de votos, de plata, de tiempo, pareciera que perdieran incluso el interés en lidiar con la realidad.
Es en este registro donde el silencio de Cristina encuentra tal vez su verdadera razón de ser, y se puede comprender como un postrer acto de rebeldía: más allá de sus razones estratégicas, quirúrgicas o psicológicas, de que empezó probablemente como recurso ocasional para evadir responsabilidades y se volvió una trampa persistente, lo cierto es que el silencio resulta también su último refugio, porque no hay ya mucho que decir. Algo que se revela aun más claramente en los medios oficialistas: ellos siempre se concedieron amplias libertades para recortar la realidad de modo de mostrar su lado bueno, pero desde hace un tiempo parecen haber entrado en una fase superior de alienación y ya no poder pintar realidad alguna, así que balbucean un discurso inconexo, hecho de frases entrecortadas que se repiten rítmicamente. Al menos Cristina tiene la ventaja de poder callar.
La salida. Su desafío inescapable es, de todos modos, uno del que no podrá zafar ni hablando ni callando: ¿cómo se prepara un presidente para abandonar el poder y volver al llano? Esto nunca tiene una respuesta fácil. Están los que simulan que no se van, que seguirán siendo los mismos aunque no estén ya en el cargo. Menem hizo un poco eso: concibió su salida de la Presidencia como un descanso transitorio para volver con las pilas recargadas; le encantaba que sus colaboradores le siguieran diciendo “señor presidente”. Tenía, claro, el antecedente de Perón que no se resignó a morir fuera del ejercicio del mando. Otros se resignan más, pero sólo en relación a los cargos y no en la conquista del corazón de los ciudadanos. Y apuestan a que los fracasos les sean disculpados cuando el tiempo pase y las pasiones se aquieten. Alfonsín fue de este tipo, gobernó menos de seis años, pero estuvo más de veinte tratando de explicarse y reconciliarse con la sociedad y la historia; y al final algo de eso consiguió, aunque no pudo disfrutarlo en vida.
¿Y Cristina? ¿Cómo va a ser su salida? Ni ella lo sabe, o tal vez recién ahora esté descubriéndolo. Por de pronto, igual que el resto de los actores, sufre el horror al vacío y la sensación de que navega sin cartas. Lo peor que nos puede pasar no es eso, sino que no encuentre la forma de soportar el mal trago, y se refugie en el disgusto de que éste no es el país que ella quería gobernar. Y para no ser pato cojo, ni el pato de la boda, nos quiera convencer de que el problema es el país, que no tenemos remedio.