En la tragedia, las cosas avanzan en una sola dirección: hacia su peor final posible. El fin es un imán que alinea causas y efectos. En la catástrofe, en cambio, los efectos se aceleran y parecen anteceder a sus causas. O mucho peor: mil causas en ebullición como una olla producen efectos que se mueven en todas direcciones.
Me gusta mucho el género de la “infografía catástrofe” que muestra en animaciones especulativas la vida en las ciudades cuando los humanos ya no estemos: la selva devorando la catedral futurista de Brasilia, el Mar del Norte reclamándole a Amsterdam lo que fue suyo desde siempre, el Popocatéptl fundiendo en lava a México y sus chilangos, la imaginación destructiva de la naturaleza es infinita. ¿O es el hombre dibujando naturaleza, otorgándole un don trágico a lo que tal vez sea puro caos? Sólo lo humano posee punto de vista y llamamos destrucción a un simple pulso lógico de los elementos.
Empiezan las lluvias de verano en primavera y observamos –impotentes, fascinados– qué forma cobrará el estrago. Mi casa materna en Ituzaingó se inunda. Los motivos son poco naturales: las bocas de tormenta se tapan si la Municipalidad no limpia después de cada peregrinación a Luján. La mala hora ha querido que estas hordas de creyentes pasen como Atila regando Rivadavia de botellas y de envases. ¿Es la lluvia el problema verdadero, o lo es el plástico, la fe?
Pese a su nombre, en el cine catástrofe predomina la tragedia, la moralina. Aquel Infierno en la torre no era sólo un incendio descomunal, sino que “alguien” debía encarnar la culpa: la ambición había construido la torre (una meca de negocios y de capital) con material eléctrico barato para obtener mayor ganancia.
En siete días asisto a una secuencia urbana caótica: municipales destrozan con picos las veredas de mi cuadra, que estaban bien gracias a un milagro de caños rotos que había obligado a repararlas hace un año. El negocio es poner veredas antideslizantes. ¿Por qué no lo hacen en Medrano, que está intransitable? Es evidente: en mi callecita se puede hacer. Circula poca gente.
En Medrano, epicentro de todos los caos, es imposible. Sospecho que se trata de un negociado de concesión y baldosones, pero no lo verifico. La vereda, destrozada. Las lluvias, puntualísimas. La obra se detiene. Arena y cemento se derraman bajo un auto abandonado en mi puerta desde hace seis meses y que la policía se resiste a reubicar.
Ladrones de cobre roban las llaves de paso de agua, expuestas durante una semana entera y tentadora. No hay barrenderos porque venció la licitación y no se decidió quién adquirirá este quiosco. Finalmente, el calor y los aires hacen lo de siempre: corte de luz. La cuadra más tranquila de Almagro es –en una súbita semana– el cuarto círculo del infierno. Y no hemos tenido que esperar la erupción de ningún Popocatépetl. Y no sé ni por dónde empieza una denuncia razonable.
Los humanos solos nos las arreglamos bastante bien para hacer de las ciudades unos sitios invivibles.