“Buscó su acostumbrado miedo a la muerte y no lo encontró. ‘¿Dónde está ella?, ¿Qué muerte?’ No había miedo porque tampoco habíamuerte. En el lugar de la muerte había solamente luz”
León Tolstoi (1828-1910); de “La muerte de Ivan Illich” (1886)
La muerte no es sangre, cuerpos rígidos o mutilados. Eso es el shock, el terror humano. La muerte es la ausencia. Todavía no tenía 21 y la idea me taladraba la cabeza aquel diciembre de 1977 mientras recorría para Siete Días el habano del avión Bac One Eleven de Austral que, a punto de bajar en Bariloche, se había estrellado en un cerro por fallas en el ILS, el sistema que coordina la aproximación y el aterrizaje.
Llegué en un helicóptero, una vez retirados los cuerpos. Lo perturbador, allí, era lo intacto. Los asientos. Botellas en fila. Una revista. Un alfajor. Un mapa. Una foto con un beso. Maquillaje en el baño. Una muerte menos sombría pero que estremece tanto, o más. Por lo que falta. Lo que no está y ya no estará más.
Carlitos Páez Vilaró, sobreviviente del avión que se estrelló a 3.500 metros en los Andes en 1972 y sobrevivió 72 días con otros 15 amigos en condiciones extremas, habló sobre el caso del Chapecoense. “Uno entra a un avión y siempre piensa que se puede caer. Pero cuando pasa y todo se sacude, la situación se vuelve irreal. Como si no sucediera. No es fácil de entender si no viviste algo así, pero te ves en una pesadilla. Pensás, nada de esto puede ser cierto”.
Para el modesto plantel del Chapecoense, lo que parecía irreal era lo que les pasaba en la Copa Sudamericana. Armados para zafar del descenso, fueron eliminando a equipos históricos. Independiente, Juniors de Barranquilla y San Lorenzo, nada menos. Ahora, Nacional de Medellín. La cima.
Sueño y tragedia. Querían la gloria y vaya si la consiguieron. Pero el bronce es sólo metal, nombres, una fecha, relieves. Homenajes. Nada.
El primer dato raro fue el cambio de ruta. El avión de Lamia debía volar de San Pablo a Cobija, la ciudad más cercana a Medellín, para abastecerse y no a Santa Cruz de la Sierra. Allí, ante las graves objeciones que Celia Castedo Monasterio, funcionaria de la Administración de Vuelos de Bolivia, le hizo al plan de vuelo presentado, Alex Quispe, despachante de Lamia y otra de las víctimas, improvisó una obra maestra de la necedad.
Problema de Escuela Primaria. Si el tiempo de autonomía de la nave es de 2.965 kilómetros –cuatro horas y 22 minutos de vuelo– y la distancia a Medellín es de 2.985 kilómetros: ¿qué pasa, chicos? Bueh. Quispe dijo que ya lo había consultado con el comandante Miguel Quiroga Murakami e intentó calmarla. “No señora Celia, esa autonomía que me han pasado alcanza. Así nomás lo presento. Lo hacemos en menos tiempo, no se preocupe. Está bien, tranquila, ahí nomás déjemelo, ¿sí?”.
Pese a su negativa, despegaron. ¿Cómo? El ministro de Obras Públicas Milton Claros no tiene dudas: “Hay un serio conflicto de intereses entre Gustavo Vargas Gamboa, director de Lamia, y su hijo, Gustavo Vargas Villegas, director de Registro Aeronáutico Civil de Bolivia, organismo que asigna las matrículas. Acá no encubrimos funcionarios negligentes. Ya retiramos al que beneficiaba a esa empresa y ya mismo vamos a procesarlos a ambos, civil y penalmente”.
Los aviones, por norma, deben cargar un plus de combustible para llegar a un aeropuerto alternativo, más un excedente de 45 minutos por contingencias de vuelo. Deberían haber pasado por Cobija, Bogotá o Quito. Una decisión que es responsabilidad del comandante y/o la empresa.
En este caso nadie consultó a nadie. Miguel Quiroga Murakami era el piloto del avión y además copropietario de la Lamia, una empresa pequeña que se especializó en chárteres a costos económicos –60 mil dólares, un 40% menos que sus competidores–, creada en Venezuela en 2009 pero que en 2014 solicitó licencia para operar en Bolivia. Desde entonces, con éxito, se especializa en el traslado de equipos de fútbol. ¡Santa rentabilidad!
Gustavo Vargas Gamboa, dueño y papá de Gustavo Vargas Villegas, recurrió a un clásico: “La culpa es del muerto”. Es decir, el multifacético Miguel Quiroga Murakami”. Le hará falta más que eso, intuyo.
Alejandro Domínguez, presidente de la Conmebol, reemplazante de Juan Napout, detenido en Zurich por las coimas del Fifagate, se indignó con los que acusan a la Conmebol de “sugerir” a sus equipos que viajen por Lamia. “Hay gente sin principios que quiere aprovecharse de la situación y acusa sin poder sostener lo que dice. ¡Es morboso!”.
Alejandro es hijo de Osvaldo Domínguez Dib, uno de los hombres más ricos de Paraguay, el presidente del club Olimpia más ganador de la historia. Se lo conoce por su irascibilidad y una frase que hizo popular: “La gloria no tiene precio”. También por ciertas historias que el delantero Roque Santa Cruz reveló en la revista inglesa People. “Es un hombre muy poderoso, temible, maltratador. Nos amenazaba si no ganábamos, y a los que no jugaban bien, les orinaba el auto así, en sus propias narices”.
¿Qué hizo Dios cuando Danilo desvió ese tiro de Angeleri? No tengo esa respuesta. Nadie la tiene. No creo en el destino. Creo en lo que pasa y lo que pasó fue una tragedia dantesca, irritante, idiota, sumergida en el mismo barro de ese ambiente de corruptelas varias que, al menos una vez, fue investigado en serio.
Pensaba hablar de la enorme figura de Fidel, porque si es verdad que el siglo XXI empezó con la caída de las Gemelas, el XX terminó con su último suspiro.
También burlarme un poquito de Daniel Osvaldo, que canta rock & roll con la prestancia y la potencia de un escribano. Le aconsejaría revisar el material de su doble colega Germán Burgos, cuando en Madrid era flaco, usaba camperas de cuero, melena y tocaba blues y rock como una topadora con The Garb, su banda.
En fin. Tantos temas, tantos planes, tanta ilusión, y al final nos viene a joder la puta muerte.