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Esperando la vacuna

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| Cedoc

Tenemos entonces la cuarentena estricta, también llamada “eterna”, que duró más o menos hasta mayo. Y después esa cosa laxa, porosa, dispar, a la que no obstante se siguió llamando cuarentena. Y por fin las aperturas parciales de esto o de aquello. Cada modalidad cuenta con una vasta legión de expertos consumados que, no soportando el tener que ver a la ciencia vacilar, empezaron a expeler certidumbres a destajo.

Hemos visto brotar en la sociedad, a propósito del aislamiento, un instinto vocacional de vigilancia y denuncia, reflejos policíacos en quienes, sintiéndose Estado, hicieron de sus casas centros de monitoreo y cargaron sus salidas al chino con tareas de patrullaje. 

Hemos visto brotar también sobreactuadas rebeldías que, invocando la libertad, recurso siempre a mano, se abocaban en verdad a su tesitura habitual de vivir como si los otros no existieran o no importaran.

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También el distanciamiento social parece habilitar, por un lado, versiones recelosas y hasta discriminatorias (la de quien dice, por ejemplo, que “a dos metros de X no se puede pensar”); y por el otro, ejercicios consumados del despotismo individual por parte de quienes pretenden que poner a los demás bajo el riesgo de un contagio es un derecho personal contemplado en la Constitución. 

De lo que se trata en verdad, una vez más, es de definir maneras posibles de relacionarse y estar con otros, sin arrasar y sin repeler, sin imponerse y sin segregar.

Al principio el asunto pareció cobrar esta forma: un espacio seguro, el de las casas; y un espacio de riesgo, la ciudad. Confieso que lo padecí, porque yo detesto las casas y, en cambio, amo la ciudad. Hoy contamos con más evidencias y el encuadre es bien distinto: el peligro es amucharse, tanto afuera como adentro; pegotearse en el intercambio de babas o en ese mutuo escupirse que es propio de las conversaciones intensas. Son cosas para ir sabiendo, a la espera de la vacuna.