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Están leyendo al Murakami equivocado

Haruki Murakami es el John Wayne de la literatura: simplificó el rigor del arte narrativo nipón y lo convirtió en un show de rodeo; es japonés, pero podría escribir en inglés que nadie notaría la diferencia.

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Haruki Murakami es el John Wayne de la literatura: simplificó el rigor del arte narrativo nipón y lo convirtió en un show de rodeo; es japonés, pero podría escribir en inglés que nadie notaría la diferencia. En La muerte del comendador –del que Tusquets acaba de publicar el “libro 2”–, un pintor de 36 años –qué finura psíquica: “Había alcanzado esa edad en que ya no era joven y algo se perdía irremediablemente en mí, como si un fuego en mi pecho se extinguiera poco a poco”– es abandonado, con gentileza zen, por su mujer, y entonces él se retira a una casa en la montaña, y allí descubre el cuadro que da título a la novela. Allí conoce a Menshiki, prácticamente una copia de Jay Gatsby,  que da vueltas en su Jaguar y toma sopa de tortuga marina y le pide al pintor que le haga un retrato. Más adelante –y allí termina el libro– el magnate le pedirá al pintor que haga el retrato de una chica, Shoko, que tal vez es la hija nunca reconocida del ricachón. La novela –demasiado larga, agotadora, la leí en el viaje Roma-Buenos Aires y resultó más soporífera que el zumbido adormecedor del avión– está llena de sexo, carnal y previsible. Todo parece una escena de Desperate Housewives, pero en kimono. La novela es también un ramillete de citas: de Mozart a Scott Fitzgerald, de Lewis Carroll a David Lynch. Es vigorosamente superficial, y estratégicamente avanza por medio de frases hechas y recontrahechas (por ejemplo: frente a la tragedia de la hermana de 15 años muerta, Murakami no va más allá del conocido “durante muchos años después de haberla perdido, mis padres dejaron la habitación tal como estaba”. Murakami tiene un estilo que huele a hamburguesa, en el sentido de que el Big Mac huele igual en Tokio, en Honolulu, en Upsala o en Montevideo.

Curso breve de literatura japonesa: antes de desembarcar en Murakami hay que hacer escala en la sólida trimurti: Kawabata –la refinación estética–, Tanizaki –la perversión auténtica, total, brutal– y Mishima –el abismo claustrofóbico. Si no tienen nada que hacer pueden seguir con Akutagawa –que es un poco como el padre de la literatura japonesa del siglo XX–, luego Kenzaburo Oe, y luego Yasushi Inoue –La escopeta de caza es perfecta, apenas cien páginas que sirven para enterrar todos los libros de Murakami. Para simplificar las cosas podrían sustituir a un Murakami por otro. Nunca entendí por qué Haruki Murakami tiene más fama que el suculento, virulento, trágico y demoníaco Ryu Murakami. A pesar del éxito en su propio país, los libros de Ryu Murakami, el verdadero Murakami, son difíciles de encontrar. En alguna librería todavía esperan Los chicos de las taquillas, Piercing, Sopa de miso y Azul casi transparente, obra maestra publicada por Anagrama en 1997. Fue escrita por Ryu Murakami a los 24 años. Cuando apareció, en 1976, a los seis meses había vendido un millón y medio de ejemplares.

Azul casi transparente es una rara mezcla de La naranja mecánica de Burgess y El extranjero de Camus. Un grupo de jóvenes, a mediados de los 70, vive en una ciudad japonesa cerca de una base norteamericana consumiendo toda clase de drogas, yendo a conciertos de rock y organizando orgías para los soldados yanquis. Ryu hace lo que hace un escritor de verdad –sin importar cuán grande o conocido sea. Perfora la oscuridad. Hace hablar a las sombras. Sobre una mesa de disección hace que se encuentren fortuitamente una máquina de coser y un paraguas. Literalmente. No tranquiliza. No dice mentiras ambiguas para que los lectores puedan dormir tranquilos. Debe de ser por eso que nadie lo lee.