El Presidente Alberto Fernández se dirige al encuentro con su homólogo Emmanuel Macron. En la imagen, Fernández, cruza el Patio de Honor del Palacio Elíseo. La figura tiene movimiento y el rasgo más evidente es el pie derecho que, en el trance del paso, queda literalmente en el aire. El izquierdo se apoya en el suelo, pero solo lo hace con la suela del zapato ya que el taco también está en el aire, preludiando el ascenso total de ese pie ni bien el otro, el derecho, se asiente para seguir el camino hacia el encuentro. Según se asciende la mirada por el cuerpo presidencial, piernas arriba, la vista se detiene en el puño izquierdo; se diría, de no prestar atención, que está cerrado, pero no, está encogido, disminuido:
meñique, anular y mayor, al igual que el pie derecho, están suspendidos, mientras que el índice se separa del resto, más abierto aún, poniendo en evidencia la indecisión: ni se cierran todos en un acto de tensión ni se abren sueltos, relajados. Este puño que cierra en falso, el único que podemos ver, es en extremo indeciso: no toma ni suelta, sus expectativas están en vilo. Brazo arriba, se evidencia un sutil esfuerzo al articular el codo y alzar levemente el antebrazo, flexión que manifiestan las pequeñas arrugas del saco que se encadenan hasta el hombro. Más allá, ascendiendo, sin pausa en el cuello, la cabeza del Presidente capitaliza la imagen. Una primera impresión lleva al equívoco de ver una efigie, una representación y no el original. Es como si ese busto, si se toma la cabeza sujeta al nudo rígido de la corbata celeste, al tiempo que está aquí, en el Elíseo, se dirigiera simultáneamente a la Moncloa, a la Cancillería alemana o al Vaticano. Carece de plasticidad: es rígido, la mandíbula está tensa, la orografía del pómulo muestra mesetas opacas y el casquete capilar, frondoso y lunar, con una aplicada arquitectura que aventura, quizás con algunas excepciones de la regla, tradición, empecinamiento y buen hacer. El rostro, a pesar de que no podemos verlo de frente, muestra cierta afabilidad a través de una sonrisa que solo se insinúa por encima de las ojeras y la fuerza de la mandíbula que, en su trabajo, estira los labios.
La Guardia Republicana custodia el tránsito del Presidente. Si se tuvieran presentes las imágenes de la última película de Roman Polanski, J’accuse, en la que se cuenta el caso Dreyfus, se podría llegar a pensar que son los mismos soldados que forman fila mientras se degrada al capitán Alfred Dreyfus arrancándole las insignias militares. Si no fuera una confusión, sería válido pensar que quien cruza el Patio de Honor es el Capitán Beto, viajando en el tiempo, buscando no ya al Maléfico Dr. Vago sino a los bonistas. Del ensueño se puede salir de manera rápida: solo hay que observar cómo destruyen el anacronismo de la vestimenta militar las armas de última generación que portan los guardias, prestas para responder a los terroristas del Estado Islámico y no, como entonces, al Imperio alemán.
¿Qué más nos queda por ver? El fuera de cuadro. Sabemos que, a la izquierda de la imagen, unos metros más adelante lo aguarda el presidente Macron. Sabemos que ya estuvo con la canciller Merkel, el presidente Sánchez y el papa Francisco. También sabemos que, mientras tanto, en algún lugar, quizás en
La Habana, está la vicepresidenta Cristina Fernández. ¿Es también una efigie o una representación el Presidente Fernández que se encuentra con la vicepresidenta Fernández? ¿O acaso es a la inversa?
Según la teoría de la transposición alentada por André Gide, el personaje Albertine de En busca del tiempo perdido sería, en la vida de Proust, Alfred Agostinelli, el secretario del escritor. Albertine es Alfred.
¿Fernández es Fernández?
Mientras tanto, con un pie en el aire y el otro despegándose del suelo, el Presidente Fernández sigue su camino.
*Escritor y periodista.