Hay un cuadro de Guillermo Roux en el que un hombre está sentado en un sillón de mimbre; tanto los pies, con un buen calzado, como el propio sillón, se hunden entre los yuyos. El hombre lee y la cabeza no está o se desdibuja. ¿Es la lectura lo que borra la cara, las orejas, el pelo? El lugar es la costa, casi en el borde del Paraná, y la pintura está en el museo Castagnino de Rosario.
Cuando le pregunté a Roux por este cuadro, no me dio demasiadas pistas. Lo primero que hizo fue pedirme una detallada descripción, puede que apócrifa en parte porque es imposible guardar detalles y porque, además, la cuarta dimensión que es la memoria (como la llamaba Borges) restaura, pero también construye nuevas versiones de lo vivido o, como aseguraba la serie de los 60 La dimensión desconocida (escrita, entre otros, por Bradbury), el viaje no es de la vista o el sonido, es de la mente. La cuestión es que a pesar de mi esfuerzo no conseguí despertar su recuerdo y lo zanjó sin darle demasiada importancia: “Aunque no consiga verlo seguro que lo pinté”, me dijo. El tema volvería otro día, cuando a propósito de Yeats, me hizo “ver” una isla que no se podía divisar desde la orilla.
A Guillermo lo conocí a través de su hija, Alejandra, también artista. Sorprendido por su energía, me dejé llevar desde el principio por su arrebato sujeto a la mesa de un bodegón o lanzado, entre sus alumnos, en el taller de Chacarita. Me acuerdo de la primera cena y, también, de la última. La del encuentro inicial fue en el viejo Dora del bajo, donde el dueño agregó, a pedido suyo, una mesa porque esa noche no había sitio. Me advirtió que él comía un arroz especial, muy zonzo, a causa de sus males; “vos elegí algo rico y pedí vino”, me ordenó. Esa noche, a modo de apertura, mientras comía de mi plato y daba cuenta del vino, me dejó claro que no tenía alternativa: “Hay que laburar, estar encima de la obra no para vivir, sino para sobrevivir cuando vienen mal dadas: es el único remedio”.
Pasaron los años y otra noche fui a cenar a su casa con una amiga, Lucía Gadano. En algún momento, Lucía comentó que era de General Roca. Entonces, Franca, su mujer, se puso de pie y nos arrastró hasta un mueble sobre el cual descansaba un álbum de fotos antiguas, en las que se reflejaban imágenes de los relevamientos que el padre, el ingeniero Beer, había hecho en la Patagonia junto a su colega, el ingeniero Cipolletti, en los primeros años del siglo pasado, donde se levantaban esas ciudades. Acá se cruzan todos los caminos, decía Guillermo. Así nos cruzamos, tiempo después, con Irlanda.
A través de diferentes vías, coincidimos en algún vínculo común con irlandeses en Buenos Aires y en la lectura de Yeats. En un viaje a Irlanda, subí hasta el norte del país, a Sligo, con el fin de conocer Innisfree, la isla a la que dedica un poema Yeats. El poema cuenta la proyección de un territorio mítico, percibido desde la ciudad (“cuando estoy en la calzada, o en las grises aceras”), en el que construirá una cabaña en la que quedarse donde “la medianoche brilla trémula/ el mediodía es un fulgor violeta/ y el atardecer todo/ es un aletear de petirrojos”. En la orilla del lago, rodeado de una forestación exuberante, me subí a un barco que me llevó a dar un paseo entre las islas. Entonces vi Innisfree: apenas una pequeña aglomeración de juncos. Cuando volvimos al embarcadero y los turistas se alejaron, me quedé solo en el muelle, tratando de distinguir la isla sin conseguirlo. Le pedí ayuda al hombre de la lancha y me señaló un sitio en el lago, pero yo no conseguía distinguirlo. Se confundía con los árboles de la orilla contraria. Este relato es el que le conté a Guillermo, quien se limitó a decirme que la isla se veía perfectamente en el poema, que era donde realmente existía. “Es como ese cuadro del hombre junto al Paraná que yo no me acuerdo haber pintado; si vos lo viste, sé que existe”.
La última cena fue en Rosario. El Castagnino, por iniciativa de Miguel Lifschitz y Raúl D’Amelio, expuso una colección de sus últimos dibujos realizados con birome. Eran fruto del insomnio causado por la enfermedad. Como me dijo en la cena que inició nuestro vínculo: “Hay que trabajar para sobrevivir”.
*Escritor y periodista.