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Importancia del decálogo

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La felicidad de la lectura depara al que lee la ilusión de un tiempo eterno que se consume en la dicha del instante pero que se presenta como la promesa de una continuación sin término. Esa ilusión la brindan en mayor medida los libros que no sacrifican todo su dispositivo a la resolución de un enigma o al apuro por llegar al fin.

La buena literatura, la buena novela (sea esto lo que sea y para cada quién es distinto), se propone como un despliegue que exige duración en la gran masa de sus bloques narrativos, los capítulos, y pide cierta detención o demora en sus unidades pequeñas, los párrafos, reduciéndose en una progresión inversa hasta la dicha de la frase. Eso se advierte bien en el registro de la voz narrativa, que debe acompañarnos pero no necesariamente conducirnos, ser lo suficientemente amplia, abierta, como para que no nos devore la exigencia extrema de su estilo (como en los ejercicios experimentales más arduos, que lo sacrifican todo al mandato de las formas).

Y también debe ser lo bastante reconocible como para que hagamos sensible el oído a los tonos, a la música de su narración. El ejemplo más lúcido de esa indecibilidad es el de Ulises atado al mástil de su narración: escucha el canto de las sirenas pero no se deja aniquilar por ellas.

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Dicho esto, dejo constancia de que no estoy de acuerdo con cierto carácter preceptivo que parece alentar en mis afirmaciones del párrafo anterior. De estas se derivan los consejos, las sugerencias, el riesgo de la estupidez de todo decálogo...