Voy caminando hasta la clínica donde está internado mi padre. Es un día de sol y el trayecto es largo pero no tanto. Lo que uno quiere es mover las piernas. De golpe se aparece una librería inmensa, vieja, que debe de llevar muchos años en el barrio. ¿Cómo se puede escribir sin caminar? Desconfío bastante de cualquier pensamiento que no haya sido producido mientras camino. En la vidriera de la librería hay best sellers, divulgación amorosa y una edición inmensa de Games of Thrones. Adentro, estanterías inmensas que llegan hasta el techo. Para hojear los libros hay que subirse a escaleras. La librería me hace acordar a las de viejo que hay en la calle Donceles, en Ciudad de México.
En medio del local, en un escritorio antiguo, rodeado de alcohol en gel y un barbijo que está usando a modo de señalador en un libro que lee, está un hombre mayor. Lo saludo y paso. Consigo una biografía de Rilke editada por Sur. Hay un diccionario inmenso y largo de la historia de la filosofía de Ferrater Mora. Y también está un libro que me recomendó Nahuel Vecino cuando se enteró de que mi padre estaba mal. Es La rueda del tiempo, de Carlos Castaneda.
En la librería tienen a Castaneda en Antropología, no en Autoayuda, lo cual me gusta. El libro es una selección que hace Castaneda de las mejores frases de Don Juan de sus libros. El libro es bueno y también dispar. Castaneda es un escritor genial, sus libros no solo están sostenidos por las frases que dice Don Juan, sino por las peripecias de los personajes, brillantemente narradas. Recuerdo esa escena memorable en un bar de Ciudad de México cuando Don Juan se aparece con saco y corbata y le enseña a Carlos cómo funcionan el nahual y el tonal con los objetos que están sobre la mesa. El libro está barato. Lo compro. Lo abro al azar y leo: “Un guerrero ya no necesita historia personal. Un día descubre que ya no la necesita y la abandona”.
En eso está mi padre.