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Defensor de los Lectores

La palabra es mucho más que un conjunto de letras

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Lealtad. Un símbolo que el peronismo considera exclusivo, aunque sea una consigna. | cedoc

Aclaración necesaria: buena parte de este texto retoma aquel que escribiera a fines de marzo de 2019, una semana después del aniversario del golpe cívico-militar que abrió el camino a la brutal dictadura que se extendió hasta 1983. En mi columna de ese 24 de marzo, concluía: “…memoria, verdad y justicia son mucho más que palabras”.

Guardando las distancias, simbólicas e históricas, enfatizar el valor de lo que se dice viene al caso en estos días, cuando la palabra lealtad ha recuperado una importancia que había perdido en gran medida en los últimos años (y no hablo de los cuatro del macrismo, sino del ninguneo al que fue relegada en los períodos anteriores). Lealtad, entonces, es mucho más que una palabra, tanto para quienes la consideran un bien propio y exclusivo –el peronismo es sus más diversas vertientes- como para los no peronistas y antiperonistas en sus más diversas variantes.

La palabra bien aplicada constituye una de las patas sobre las que se asienta el buen periodismo. Las otras son la ética y la adecuada administración de los datos que constituyen una noticia. El idioma español tiene casi trescientas mil palabras/conceptos diferentes (sin contar variaciones ni tecnicismos o regionalismos), pero en nuestra comunicación cotidiana utilizamos solo y con suerte unas trescientas. Una persona de habla hispana medianamente culta emplea unas quinientas palabras diferentes para comunicarse. Un periodista con buen manejo del lenguaje, unas tres mil. Miguel de Cervantes Saavedra, el autor de El Quijote, utilizó ocho mil en toda su obra.

Uno de mis maestros en este oficio definía al periodista como una persona culta que sabe preguntar. Simplificación por cierto brutal, pero bastante cercana a la realidad: ser culto implica dominar el lenguaje con el que un periodista se comunica con sus fuentes y con la sociedad. Darle a cada palabra el más preciso sentido según su etimología y origen hace del periodista el gran interlocutor de los pueblos.

Decía al comienzo de este texto que hay palabras que son mucho más que eso porque representan símbolos claros, incomparables y únicos: decir desaparecido connota la exacerbación criminal de la violencia institucional; decir 30 mil no es una cifra sino una expresión fuera de toda duda; si decimos Salta y Tucumán hablamos de algo más que dos provincias argentinas: son hitos en la guerra por la independencia; y decir Vilcapugio y Ayohuma definen la derrota; si decimos Tiananmen sintetizamos una lucha por la libertad de pensamiento y si decimos Tlatelolco nos remitimos a la matanza de estudiantes en una plaza mexicana, más que a la plaza misma que le da el nombre. Y así, ad infinitum: Laika, Apolo XI, Waterloo, Stalingrado, Normandía, Kristtalnacht (término alemán que significa “cristales rotos” y se asemeja por sus trágicas consecuencias sobre las comunidades judías al pogrom ruso).

En estos tiempos, la palabra enaltece a periodistas que la emplean para ofrecer al público lo mejor de su condición. O envilece sus intenciones cuando se la utiliza para transmitir discursos únicos, consignas vacías de contenido, argumentos que no son tales sino meras repeticiones de discursos vacuos.  

Decía el maestro de periodistas polaco Ryszard Kapuscinski: “En el buen periodismo, además de la descripción de un acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos solo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico”. ¿Cómo lograrlo?  Con una buena pluma.

“En cada artículo -definió José Martí- debe verse la mano enguantada que lo escribe y los labios sin mancha que lo dicta. No hay cetro mejor que un buen periódico”.