En algunos pueblos del interior, el aire todavía está enrarecido por la fatalidad. Hace varios años, al pisar Carmen de Patagones, el fantasma de Juniors parecía impreso en el mutismo de las caras. El viento en las calles vacantes, la estación de ómnibus colonizada por la melancolía de los perros sin amo, la plaza principal conteniendo algunas almas ahogadas a la hora de la siesta. Imagino el estupor de la comunidad ante la noticia que se expandía en unos minutos: un adolescente había matado en el colegio a tres compañeros y herido a otros tantos. Ese estupor duraba, cada vez más enrarecido y oculto, en los diálogos apagados de los lugareños. Sobrevivía como secreto. Por momentos parecía que la matanza nunca hubiera sucedido.
Hace unos días, en San Miguel del Monte, recuperé esa sensación. Almas que vagaban desconcertadas en la plaza principal. No olvidemos que en los pueblos todos se conocen en primer grado. Había un clima de fiesta y feria contradictorio: puestos ofreciendo artesanías, jabones y comida. Como si se celebrara el Día de los Muertos, no había lugar para sonrisas sin dolor ese domingo, a cinco meses del fusilamiento de cuatro adolescente a manos de la policía local. En un pueblo donde todos se conocen y no hay autos anónimos en la noche, un asesinato de esa clase o es una venganza premeditada o es producto del tándem precariedad /impunidad que suele acompañar el accionar de las fuerzas policiales preparadas por Patricia Bullrich.
A diferencia de lo que sucede con la laguna de Lobos, que está a kilómetros del centro de Lobos, la laguna de Monte linda con el pueblo homónimo y por momentos tiene un clima de balneario rural. Las calles, como en una ciudad de puerto, se recuestan sobre la orilla, que puede ser recorrida en todo su perímetro a pie o en auto y presenta una decena de recreos para acampar y para ensimismarse en el éxtasis de una parrillada. Ahí donde termina el pueblo, nacen campos verdes que dan al agua. Esa confluencia de fuerzas naturales y civilización la vuelve un oasis no privatizado en la pampa.
Más de una vez me pregunté si el aire de la llanura no estaba cruzado –transido sería el término más acorde– por ese mismo estupor trágico que flota en algunos pueblos. Aunque en la pampa la tragedia no es endogámica, sino extensiva: casi una mancha indefinida en el paisaje monótono y ensangrentado no solo por la hecatombe de animales, de gauchos que se batieron a cuchillo, sino también por tropas que en campos neutrales dirimieron la supremacía de unitarios y federales siglos atrás. Es el territorio, o mejor dicho campo de batalla, que cautivó a Borges y que fue escenario de alucinaciones pampeanas como El fin, La intrusa o El sur. Este último cuento es paradigmático porque cicatriza el encuentro entre ciudad y llanura, civilización y barbarie. Un convaleciente deja Buenos Aires, hacia su campo al sur de la ciudad, en busca de una cura definitiva. El tren que sale de Constitución no llega a destino, pero lo deja en una estación anterior, al borde de la llanura. Ahí el protagonista desciende y por una mezcla de circunstancias azarosas entra en una pulpería y unos gauchos borrachos empiezan a arrojarle bolitas de pan. El resto es historia. Una muerte soñada, privada. Ajena a la fatalidad de las noticias.