Si suena cheto, es porque los llaman runners. Y no lo digo por nacionalismo idiomático, que es cosa que no cultivo, sino por aquello que advirtió Sigmund Freud: que empezamos a ceder en las palabras y terminamos por ceder en la cosa misma. Si suena cheto es porque los llaman runners; o bien los han llamado runners para poder suscitar ese estereotipo: el de lo cheto. Distinto sería decir, por ejemplo: salir a correr. O más exactamente, a trotar. Y como nadie, que yo sepa, se puso a fiscalizar velocidades de marcha, bien podría hablarse entonces de salir a caminar, a estirar un poco las piernas, a mover un poco las gambas, una vuelta al aire libre antes de meterse en el sobre.
Existen numerosas exclusiones reales, sostenidas en restricciones bien concretas, monetarias, materiales. Pero también existen restricciones imaginarias, cuyos efectos son no obstante verdaderos, pues el modo en que imaginamos condiciona lo que hacemos. Sé de gente que ama la música y no va al Teatro Colón por creer que el precio de las entradas es prohibitivo; se asombra al enterarse de que es más caro ir a la cancha a ver fútbol.
Salir a correr (o a caminar) es gratis. Está al alcance de todos y les trae alivio a muchos; en cuanto a la salud, hace bien. Respetando las horas y las distancias interpersonales, no incide significativamente en los contagios del coronavirus. Buenos Aires además lo propicia, porque apenas si se ondula y es pródiga en parques y plazas. Se ha instalado, sin embargo, un imaginario de elitismo y un combate semejante al de Don Quijote con esos gigantes fabulosos que no eran otra cosa que sus propios fantasmas. Solo que ese imaginario de elitismo acaba por producir un elitismo efectivo: constituye un “para pocos” en lo que podría ser “para todos”.
Cosa curiosa, porque los mejores momentos del peronismo en la historia consistieron justamente en lo contrario.