Me gustan las películas que eligen filmar en escenarios anodinos, sin historia, sin ningún mito detrás. Recuerdo una escena perfecta de un film comercial y menor, como The Royal Tenenbaums, de Wes Anderson. Transcurre en un puente por sobre una autopista. El puente no es bello, pero tampoco sórdido, sino que es intrascendente, insípido, desabrido, como si esa escena jugara con una Nueva York diferente (diferente a la del resto de la película, tan llena de falso glamour), una Nueva York que opera por sustracción (no es ni atractiva ni aburrida) y que genera lo que casi nunca genera esa ciudad: indiferencia.
Pero también están los lugares que tuvieron un mito detrás, una leyenda, y que de a poco fueron cayendo en el olvido. Coney Island, es uno de ellos. Pequeña zona playera en el sudeste de Brooklyn, última estación de varias líneas de subte (N, Q, D, F), famosa por su parque de diversiones (que ya no funciona). Pero en el año 1938, Weegge –el más grande fotógrafo de sociedad y policiales norteamericano– sacó una foto de la playa repleta de gente: kilómetros de cuerpos apiñados y de fondo, la célebre “vuelta al mundo” del parque de diversiones. Eran años de inmigrantes que tomaban el subte rumbo a la playa (la playa barata: a Long Island sólo llegaban los ricos) para pasar un sábado al sol (ahora en Coney Island al sol, sólo se ven viejos de los muchos asilos de los alrededores: especie de Miami decadente y sin shoppings, poblada de ancianos del Social Security). Y luego, claro, pasó la inmigración judía (antes de convertirse, como es hoy, en un barrio ruso: Little Odessa). Mi abuela Clara y mi abuelo Abraham vivían en el 3166 Coney Island Avenue. Yo solía ir a visitarlos y caminar por la rambla desde Brighton Beach hasta el parque de diversiones. Hacíamos una parada en Berta Store para comprar comida rápida para el almuerzo y mientras tanto Clara no paraba de contar chistes: hablaba en serio. Sólo que, para una judía de Coney Island, lo serio se vuelve delirante. No se podía tomar en serio su seriedad. El humor judío neoyorkino ameritaría un libro, una historia, si es que no existe ya. Groucho Marx no podía haber nacido en otra ciudad más que en Nueva York, Jerry Seinfeld obviamente nació en Brooklyn, y mi abuela Clara murió allí, ¿dónde más? Cynthia Ozick también nació en Nueva York, sólo que su humor es quizás más intelectual, más nostálgico, más melancólico. Sus novelas y cuentos pueden leerse como el arribo de lo judío a un nuevo mundo post-Auschwitz: lo judío (y el humor judío) en la transición que va de Europa a Estados Unidos, la llegada de los refugiados a Nueva York (descripto con una maestría inigualable en Levitación), y el surgimiento de un tipo de humor radical que va perdiendo todo carácter de fábula moral. Lo judío neoyorkino de Ozick no es deudor de ningún humanismo a la europea, al estilo de George Steiner: Ozick ya no concibe a lo judío como amigo de lo universal, sino al contrario, como una singularidad, una rareza, una minoría, una lengua menor. Y desde esa periferia, es capaz de escribir el mundo en su dimensión deforme, rara, paradójica.
Pensaba en todo esto, mientras, hace un rato, sentando en un banco de la rambla de madera de Coney Island, leía Art & Ardor, compilación de ensayos de Cynthia Ozick que horas antes había comprado en Strand (Strand Price USS 9). Es una edición de tapa dura publicada por Knopf en 1983, en el que Ozick vuelve sobre sus temas: Henry James, Isaac Bashevis Singer, Bruno Schulz. Pero también hay un artículo de 1970 (Toward a New Yiddish) donde discute explícitamente con Steiner. “No se puede ser judío y conservador”, escribe en algún pasaje, sobre el que sigo pensando, mientras espero el subte que lleva a Manhattan, la ciudad de los otros.