A diferencia de otras oportunidades, la última oleada de medición de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) realizado semestralmente por el Indec, arrojó 40,1% de personas que viven bajo la línea de la pobreza y 9,3% en la indigencia. No es una cifra récord (de hecho, la salida de la convertibilidad con la devaluación posterior generó tasas aún superiores. Pero lo que sí sorprende es la volatilidad de estos indicadores y su permanencia en el tiempo.
Por un lado, durante el primer semestre, en el que la inflación acumulada superó por poco el 50% (7% promedio mensual), con una trayectoria que ya proyectaba una inflación del 120% anual para 2023. En ese contexto, el nivel de pobreza creció casi 2% con respecto a la última medición semestral (diciembre 2022, con 39,2%) pero 5 puntos más que un año antes (junio 2022, con 36,5%). La pregunta de rigor es cómo se podrá proyectar esa cifra para este semestre, si ya arrancó con una inflación promedio de 9,5% mensual, que proyecta 200% anualizada. O sea, “algo” ocurre en el entramado social que la pobreza se potencia cuando se acelera la inflación y ésta, a su vez, toma impulso al menor atisbo de expectativas devaluatorias o de una expansión monetaria que la preanuncie.
La desvalorización del trabajo como articulador social, pone en jaque la generación de ingresos y la estructura productiva
Quizás ese fue el recorrido del país en los últimos años, o al menos desde 2006: a medida que el nivel de precios iba tomando velocidad y se instalaba en el ahora añorado dos dígitos anuales (con o sin “dibujo patriótico”), la primera víctima era la magnitud de la pobreza. Una explicación que todos los analistas de este fenómeno dan es que la fragmentación del mercado laboral y la precarización de buena parte de la oferta, generaron un cuadro en el que sólo una tercera parte está en el sector más productivo (privado y formal); alcanzado por paritarias y con amplia cobertura social. Otra parte lo hace en el sector público, nacional, provincial y local; y un último vector en el cuentapropismo, la mayoría en la informalidad. Este sector es el que no puede emparejar el ritmo inflacionario y sufre con intensidad las consecuencias del alza de precios. La inflación también golpea más que al resto, al entramado Pyme que es el que más empleo genera, si bien no el de mayor calidad.
El otro aspecto que desnuda las oleadas del EPH es la mayor participación de niños y adolescentes en la población pobre: mientras que los menores de 14 años llegaban al 56% del total, sólo el 13% de los mayores de 65 años estaban en esa condición. Es decir, no sólo se hizo estructural un nivel de pobreza creciente, sino que cada vez afecta más a un sector más vulnerable de la población sobre el que también pesa un deterioro de la educación y las magras perspectivas de ingresar a un empleo formal.
Una explicación a esta sucesión de malas noticias es que es la consecuencia lógica, más que de una gestión gubernamental aislada de una serie de sesgos en la confección de la agenda de política económica y social durante décadas. En primer lugar, con la exacerbación del bienestar presente sobre el futuro, marcado por el cortoplacismo de las medidas y la irresponsabilidad de afrontar las consecuencias no deseadas (o simplemente no previstas) de las decisiones en materia económica.
Avance de la pobreza: un impacto previsible
En segundo lugar, la desvalorización del trabajo como articulador social: no sólo es una fuente de ingresos, sino un componente clave en la estructura productiva que “organiza” la vida de las comunidades, en desmedro de guiños hacia sindicatos y/o sectores empresariales con más poder de negociación, pero con un bajo impacto en el bienestar general. La reciente disposición de virtualmente eximir del impuesto a las Ganancias sin antes realizar un replanteo serio y necesario va en sentido contrario de una redistribución del ingreso, proclama argumentada una y otra vez en los discursos de rigor. Pero también hace de lastre la vocación fiscalista insaciable del Estado en todos sus niveles, como lo prueba que mientras el Tesoro Nacional espera poder terminar el año con un rojo de 5% del PBI como un gran logro, las provincias están en superávit, merced a la coparticipación, los bajos salarios, pero, sobre todo, en muchos casos, a la permanencia en sus cargos de las mismas autoridades: nadie quiere pasarse a sí mismo una “pesada herencia”.
Terminar con este drama no es sólo dar vuelta la página sino, sobre todo, construir una nueva dinámica que vaya coordinando el aliento productivo, el sinceramiento del mercado laboral y la seriedad en la concreción de los objetivos educativos en un marco, eso sí, de estabilidad macroeconómica sustentable. Una nueva y urgente utopía de hoy que espera ser la realidad de mañana.