Hay una escena genial de Odisea 2001. Uno de los astronautas se da cuenta de que la computadora –la Hal 9000– está tratando de dominarlos. Entonces cita a otro de sus compañeros en un compartimiento cerrado, donde supuestamente la computadora madre no llega a observarlos y pueden hablar solos. Deciden desconectarla. Pero la Hal 9000 –en una toma subjetiva que hace Kubrick– los está viendo, les observa el movimiento de los labios. Esto sucedió en 2001. Estamos a fines de 2018. Como sabemos, la ciencia ficción siempre sucede en el pasado. Cuando se produce un acontecimiento, en la política, en el mundo del arte, este hecho modifica todo, tanto hacia atrás como hacia el futuro.
Si volviéramos a ver ahora a los dos astronautas, seguramente se estarían tapando la boca, como suelen hacer los jugadores de fútbol que se saben observados por las cámaras de tv, de celulares, de los drones, del ojo en el cielo que imaginó Philip K. Dick. Pensé esto viendo la mejor miniserie que dio esta temporada: duró solo cuatro capítulos y parecía tener un final abierto cuando en realidad el final estaba estipulado de antemano, es decir, que los guionistas ya lo tenían escrito. La miniserie no esta en Netflix, por ahora, y se llama Napoléon, tremendamente emperador. El fútbol es una ficción suprema. Quedó demostrado en la miniserie. Si es buena, puede atravesar todo el espectro político de un país y hablar de qué tipo de sociedad somos. En este caso, los guionistas fueron muy hábiles al contraponer, por un lado, dos técnicos iguales, mellizos –en un guiño explícito a David Cronemberg– y por el otro, un técnico que no podia ocupar su puesto en la cancha por una sanción, un DT invisible. Si en la supremacía Bianchi la prensa decía que el técnico en cuestión tenía el celular de Dios, en este caso, los hinchas rivales piensan que Napoléon es la encarnación de Dios y puede dirigir a su equipo sin estar presente, por wi-fi.
El primer capítulo –el de la lluvia– fue un presagio de lo que vendría.
El segundo capítulo mostró una imagen icónica que, de alguna manera, daba una señal de lo que iba a pasar: el personaje encarnado por el Pity Martínez observaba las tribunas de la Bombonera a medida que salía del túnel –una gran toma– pero no mirándolas con temor, ni odio, sino con alegría spinoziana. Iba a ser difícil derrotar a ese espíritu. El tercer capítulo fue un guiño espectacular de los guionistas: decidieron no mostrar el fútbol, suspender el partido y mostrar sí las miserias de una sociedad corrupta e ineficaz, sostenida ahora con el nuevo lema de la represión “Patria o Muerte”; es decir, el gatillo fácil que propicia la actriz Patricia Bullrich. Otro personaje muy logrado es el del presidente del club de los melllizos: rosquero, rastrero, traidor, orbitando siempre el poder político en beneficio personal, y que, por lo que se vio en el último capítulo, tuvo muy poca resistencia a la derrota, ya que no se lo vio por ningún lado.
Napoléon, el héroe central de la saga, suele caminar por lo que los budistas llaman budeidad. Es decir, nunca se desespera demasiado en las malas –un ejemplo es lo que dijo cuando murió su madre– y tampoco sobreactúa las victorias. A Hegel le hubiese gustado ver esta miniserie porque de alguna manera encarna su idea de “conocimiento absoluto”, es decir: Quítale la ilusión a algo y perderás la verdad misma. Una verdad necesita tiempo para viajar a través de las ilusiones y formarse a sí misma. Y Zizek glosa: “El punto de vista absoluto nos hace ver cómo la realidad incluye la ficción (o fantasia), como la buena elección surge después de la mala”. Cuando el Pity Martínez metió el tercer gol de la jornada, confirmó algo que todo el mundo sabía antes de que empezara la miniserie: Napoléon iba a ser el campeón. Por eso se explican los intentos de Boca de no jugar la final, de ganar en la burocracia del escritorio, de mudar a River de su cancha. En el Cairo, el otro Napoleón alzó a un enfermo de peste y lo recostó en una camilla, mostrándoles a todos que no le tenía miedo a nada. No creo que haya una segunda temporada de esta serie.