La expectativa por la conformación del gabinete, un signo de la última semana, tiene que ver consciente o inconscientemente, con la necesidad de saber quiénes serán los responsables inmediatos por el destino colectivo. No es lo mismo la conformación del directorio de una empresa que la de un cuerpo ministerial. El fin último de las empresas es producir rentabilidad, ganar dinero, satisfacer a sus accionistas. El de un gobierno es, teóricamente, velar por el bien común, establecer reglas de juego equitativas para el funcionamiento de la sociedad, proteger y fortalecer el bien común. El fracaso de un CEO o un directorio afecta (y no siempre) la reputación profesional y el futuro de esos ejecutivos, y acaso el futuro de la empresa. El de un presidente y un gabinete repercute sobre el presente y el porvenir colectivo e individual de los miembros de la comunidad.
En un par de días se cerrará el doloroso ciclo de un gobierno liderado y compuesto por quienes actuaron como un directorio y, con carencia de empatía y sensibilidad, aplicaron técnicas y modelos mentales empresariales a la conducción de un país. Quienes lo suceden no son novatos en la política ni vienen de improntas empresariales y corporativas. Al revés de los que se van, entienden de qué trata la política y no la desprecian, viven para ella y de ella en el mejor y en el peor de los sentidos. Por buenas y malas razones, son estatistas. Más allá de que los practiquen y respeten, o no, en sus discursos resuena la vigencia de los fundamentos del Estado de bienestar, tan bien argumentados por el historiador y ensayista británico Tony Judt (1948-2010), agudo analista del acontecer del siglo veinte, en Algo va mal, su libro póstumo. La justicia distributiva, la regulación de los mercados para que estos no sean depredadores impunes, la salud y la educación, el trabajo, las condiciones de vida que permitan encontrar un sentido a la propia existencia no pueden depender de decisiones de elites económicas, dice Judt, sino de políticas de Estado. Lo económico puede dificultar la gestión de esas cuestiones, pero de ninguna manera invalidar las aspiraciones que ellas encierran. En el discurso de quienes gobernarán durante los próximos cuatro años estas nociones están presentes. Esas son las buenas razones estatistas. Las malas las conocemos por experiencia: han demostrado una inclinación a convertir el Estado en fuente de ingresos personales, familiares o grupales.
Judt explica y demuestra cómo los gobiernos socialdemócratas y de bienestar supieron, antes de que en los años 80 irrumpieran brutalmente las políticas neoliberales, mantener altas tasas de crecimiento y pleno empleo y, apoyándose en gestiones económicas exitosas, introducir significativos cambios y transformaciones sociales. Después vendría la idea, proclamada literalmente por Margaret Thatcher, de que la sociedad no existe, de que solo hay individuos y de que el futuro será de los mejores entre ellos (la meritocracia, el egoísmo, la agonía de la alteridad). El aire de los tiempos es el resultado de esa falacia, con sus estallidos sociales en todo el planeta, independientemente del mayor o menor desarrollo de las sociedades en donde ocurren, con el hartazgo de masas que no perciben ningún porvenir ni para sí ni para sus descendientes, con ricos cada vez más ricos que son cada vez un porcentaje menor de la población mundial y pobres que aumentan porcentualmente.
Aunque la Argentina a menudo pareciera pertenecer a otro planeta, es parte de este mundo y la afectan sus mismos problemas. Por eso, la conformación de un gabinete y el diseño y ejecución de las políticas que ejecutará son más que una cuestión de curiosidad y expectativas. Los ricos no quieren lo mismo que los pobres, dice Judt, los que se ganan la vida con su trabajo no quieren lo mismo que los especuladores financieros, los que no quieren reglas que les impidan enriquecerse a su gusto no quieren lo mismo que quienes esperan que un Estado presente y responsable establezca normas que impidan la devastación social y económica. Las sociedades son complejas y gobernar e integrar un gabinete encierra una decisiva responsabilidad moral.
*Periodista y escritor.