La ostentación, el lavado de dinero para enviarlo a paraísos fiscales, la conexión entre modestas figuras del espectáculo local y personajes grotescos y ampulosos bien dispuestos al cameo en envíos dedicados al universo de la farándula –como Leo Fariña y Fabián Rossi– agotan el tentador juego de las comparaciones entre menemismo y kirchnerismo: espacio de continuidad en el que se entrelazarían, como dimensiones absolutas, la política y la corrupción.
Contra lo que sugiere el lugar común de que veinte años no es nada, es un tiempo no transcurrido en vano. Bastaría citar la primera investigación seria sobre el asunto en la Argentina: Página 12, desnudó los entretelones del Swiftgate y encontró del mismo lado a Jorge Lanata, su director, y al autor de aquella investigación, Horacio Verbitsky, embarcado ahora en un giro copernicano que enmudecería a Gustavo Béliz, precursor de esa doctrina.
Déjà vu del Perón tironeado de izquierda y derecha en los 70, la puja semiótica con Julián Álvarez, camporista secretario de Justicia, por establecer quién interpreta mejor la palabra de la presidenta Cristina Fernández sobre el proyecto de supuesta democratización de la Justicia, indicaría que el principal cambio desde entonces es la dificultad por precisar quién es quién.
Aunque no es lo más importante desde las revelaciones del ciclo “Periodismo para todos” que en su concepción promueve desafiar al oficialismo en su principal fortaleza: el núcleo duro de sus electores, de notable empatía con las audiencias que privilegian la televisión abierta para satisfacer el consumo de entretenimiento, formación e información. Los resultados obtenidos allí sirven de justificación al dinero gastado en “Fútbol para todos.” Entre esos televidentes, con base en el Conurbano profundo, es donde Cristina conserva mejor imagen y aceptación.
Tema abordado por Beatriz Sarlo en “La audacia y el cálculo: Kirchner 2003-2010.” Puesta en la mira de la batería mediática del Gobierno por ese libro, su participación en un memorable programa de 6, 7,8 dejó pistas evidentes de que, obligado a defenderse antes que a atacar, el discurso al que apela es vulnerable y pierde eficacia en el campo intelectual, como se constató con la gira de Cristina por las universidades de Georgetown y Harvard.
No es extraño, entonces, que los K postulen una guerra de trincheras para evitar el avance invasor en suelo considerado propio ni que se aluda como mentor ideológico de la elemental estrategia a Carlos Zannini, secretario Legal y Técnico, acaso por el eco lejano de antiguas simpatías maoístas. Sí lo es, en cambio, que Lanata asuma un combate cuerpo a cuerpo como el que protagonizó con Jorge Rial, conductor de Intrusos, cuando tiene todavía de su parte la considerable ventaja de la sorpresa.
Embestida que parece tomar por referencia al microcosmos del devenir periodístico antes que el duro impacto político ocasionado en todo el arco dirigencial por el informe de PPT. Es allí donde reside el riesgo efectivo de convertirlo en uno más sobre la flora y fauna de la denominada farándula y de quedar empantanado en “el barro de (Federico) Eláskar”, otro de los involucrados, que el periodista se prometió no pisar.
Tal vez porque la industria audiovisual tiene el tiempo entre sus insumos más caros la recomendable apuesta por una persuasión en plazos más prolongados quedaría desechada desde el vamos.
O acaso porque la experiencia del caso de Samantha Farjat y Guillermo Cóppola de mediado de años 90 sea todavía el recuerdo fresco de cómo una trama de drogas y prostitución pudo reescribirse en la pantalla como un culebrón caribeño de traición y desengaños entre una aparente modelo y un heterodoxo empresario.Ultimo nicho a explorar para los que insistan en buscar similitudes entre dos momentos de la historia reciente que, pese a todo, no expresan lo contrario.
* Titular de la cátedra “Planificación Comunicacional.” Universidad Nacional de Lomas de Zamora