La terquedad cierra la Heptalogía de Hieronymus Bosch (La inapetencia, La extravagancia, La modestia, La estupidez, El pánico, La paranoia y La terquedad), conjunto de piezas en las que Rafael Spregelburd reinterpreta los pecados capitales de la famosísima Mesa de los pecados capitales, tradicionalmente atribuida al Bosco. En esa “Mesa” de madera de chopo, el pintor distribuyó los siete pecados tradicionales con una finalidad que nadie se atreve a reconocer como lo que sugiere: un juego de tablero.
Es seguramente esa dimensión lúdica, una oca de los pecados capitales, la que le permitió a Spregelburd releer las figuras clásicas de la perdición en términos de figuras de discurso totalmente modernas, atópicas, ilocalizables fuera del murmullo ensordecedor que constituye el presente del espectador. Ya en la Biblia, la “terquedad” se relaciona con la Ira: “Por causa de tu terquedad y de [tu] corazón no arrepentido, estás acumulando ira para ti en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de Dios” (Rom, 2: 5).
El presente de La terquedad es la Guerra Civil Española y su trama se inspira en la invención del comisario (valenciano y fascista) Juan Ramón Palanca, natural de la localidad de Foios, que desarrolló a partir de la década del setenta (y perfeccionó a lo largo de treinta años) el sistema Usik, un traductor de palabras de todos y cualquier idioma a una clave numérica y que permitiría, de ese modo, el entendimiento universal (el 300 se lee “di” y significa libertad, 900 se lee “ti” y significa árbol). Naturalmente, Spregelburd hace un uso libérrimo de esa invención ridícula que pretende ignorar que las lenguas están heridas por el autoritarismo, el deseo, la subjetividad y el vacío constitutivo de los nombres, que no se incluyen a sí mismos (la palabra “árbol” no es un árbol).
En La terquedad las fechas y los nombres están cambiados. La elección de la Guerra Civil Española como telón de fondo no es caprichosa. Subraya lo que de guerra más o menos evidente hay en cualquier sociedad contemporánea, la supervivencia del fascismo amable y la necesidad de tomar partido en situaciones de emergencia (en la pieza, quien no se está yendo, está llegando).
La grandeza del teatro de Spregelburd (su necesidad, su megalomanía, su belleza) no necesitaba de esta puesta para quedar plenamente demostrada. Pero quienes han seguido el “progreso” (aquí y en el extranjero) de esas piezas seguramente siempre se preguntaron por una relación decisiva, la relación con el público de masas que implican los teatros oficiales o comerciales. ¿Podría sobrevivir el teatro de Spregelburd a un encuentro con esa hidra mortífera de dos cabezas?
La respuesta llega de la mano de un conjunto actoral que es como una cohorte de conquistadores: vienen a decir que a partir de ahora, a partir de esta puesta deslumbrante en el Teatro Nacional Cervantes, ya nada volverá a ser lo mismo. Y también, de la mano de un equipo técnico (vestuaristas, diseñadores de escenografía, iluminadores, sonidistas, etc.) que consiguen que se vea en la escena de Buenos Aires algo sin demasiados antecedentes (tal vez la Mahagonny de Brecht en el Colón de 1987). Los temas de La terquedad se desarrollan a partir de una serie de motivos que son, al mismo tiempo, dispositivos dramáticos: la delación (la lista que involucra y que circula a lo largo de toda la pieza), el tiempo, que gira como un barrilete loco y vuelve al comienzo para recordarnos que no es que el pasado sea un antiguo presente que ha dejado de existir, sino todo lo contrario: es la profundidad propia del tiempo, de la que depende el propio presente para pasar a la existencia. Cada vuelta temporal de La terquedad trae una pequeña diferencia (así como cada vuelta en el tablero de los pecados capitales del seudo-Bosco).
Alejandro Tantanian (director del Cervantes) y Rafael Spregelburd (actor, director y autor de La terquedad) regalan a Buenos Aires (el arte verdadero está del lado del don) un espectáculo profundamente contemporáneo y, por eso mismo, intempestivo (fuera del tiempo). Eso es teatro clásico y por eso La terquedad es inevitable.