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Memoria

Por qué llegué a detestar a los montoneros

El autor, militante del Partido Comunista en los ‘70, habla del secuestro de Born y de la creciente militarización de la organización peronista. Galería de fotos

Jorge Sigal.
| Cedoc

Había olvidado cuánto llegué a detestar a los Montoneros en mi juventud. Y digo detestar –y no odiar– porque ésa es la sensación que me vuelve ahora, como un fuego que sube desde las entrañas, al concluir la lectura de Born, la excelente investigación de María O’Donnell acerca del secuestro de los empresarios Jorge y Juan Born durante la horrible Argentina de los años 70. Por entonces yo creía en la revolución socialista, en la dictadura del proletariado y en la posibilidad incluso de que la violencia fuera, finalmente, la única alternativa para alcanzar esos fines. Sin embargo, aquel grupo de desmesurados, soberbios y exhaladores a repetición de consignas triunfalistas me resultaba un pasaporte asegurado hacia la tragedia. Desde mi prédica evangelizadora comunista sentía que a esos muchachos les gustaba jugar con la muerte. Y a mí me gustaba bastante vivir. Tenía el presentimiento, además, de que más temprano que tarde, el descontrol nos arrastraría a todos al mismo lodazal.

Pero la efervescencia de los tiempos no permitía que ninguna agrupación de izquierda jugara a menos. De la mano de los Montoneros, el ambiente empujaba hacia la revolución. Así las cosas, todos terminamos desfilando al compás de aquella fuerza que llevaba el apellido de las mayorías populares. Ellos eran peronistas, el peronismo era el pueblo y el pueblo el labrador de la Historia. Esa era la dialéctica de la hora.

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Los actos desopilantes se fueron extendiendo como un reguero. Recuerdo una vez en que varios grupos acordamos tomar los colegios secundarios como una forma de presión para ganar espacios de libertad en los centros estudiantiles. Para “garantizar la seguridad”, nosotros, los comunistas, llevamos a las escuelas algunos elementos “contundentes”: lo más habitual en estos casos eran las famosas “cachiporras”. Los Montoneros, en cambio, colocaron sobre la terraza del colegio Carlos Pellegrini una ametralladora de pie que “la orga” les había cedido a los chicos de la UES. En otra oportunidad, decidimos tomar la Facultad de Derecho. Nuestra gente se pertrechó con cosas simples: mantas, agua mineral, alimentos (el PC tampoco era una fuerza de carmelitas descalzas, algún arma siempre había en las inmediaciones, pero jamás se hacía ostentación con ellas). Los militantes de la JUP decidieron aprovechar los amplios pasillos del majestuoso edificio para hacer prácticas militares. Resultaba un poco risueño ver a muchachas y muchachos, algunos de ellos provenientes de familias acomodadas, desfilar con armas de madera como si fueran unidades de combate. “¡Pelotón Montonero, de frente, marchhhh!”, bramaba la voz del jefe de brigada. Y los chicos de la brigada imitaban el paso militar. Un, dos… Un dos…

La prédica revolucionaria no sólo incluía épica y romanticismo, también contenía una dosis importante de frivolidad. Sobre todo entre los estudiantes. Después de su larga proscripción, el peronismo llegó a los claustros como reivindicación pero también como moda. Un fenómeno amplio y contagioso que arrastró a gente que nunca hubiera imaginado que terminaría engrosando el “campo popular”. Muchos de esos “soldados de Perón” jamás imaginaron tampoco que la tragedia los esperaba a la vuelta de la esquina. Cuando el gobierno peronista instrumentó las formaciones parapoliciales de la Triple A y se desató una furiosa cacería –que después se generalizaría durante la dictadura–, muchos de esos pibitos se convirtieron en parias a los que sólo la familia –y en algunos casos, los lazos de poder que frecuentaban– iba en su auxilio.

Durante la estampida, quienes no integrábamos las organizaciones que propiciaban la lucha armada quedamos en medio del fuego cruzado. Todavía se me acelera el pulso cuando recuerdo el enorme esfuerzo que tuvimos que hacer para proteger a gente que nos había arrastrado a todos en sus operaciones suicidas. No hay nada peor que ver venir el alud y no poder pararlo. Poco antes de la (auto)proscripción de Montoneros durante el gobierno de Isabel Martínez de Perón, la dirección de mi organización me envió al local de la Juventud Peronista en la calle Chile para llevar un mensaje de “sensatez”. Me recibió Juan Carlos Dante Gullo, entonces jefe de la poderosa JP Regional I. Yo tenía bien aprendido el libreto, lo habíamos discutido durante horas en el Comité Central. “Nunca hay que dejarse arrastrar al campo de batalla que elige tu enemigo”, le tiré como si fuera un mariscal napoleónico, invitándolo a no dejarse tentar por el camino de las armas. Sentí que el Canca me escuchaba con atención y respeto, pero noté también en su mirada un gesto de resignado fatalismo. La decisión estaba tomada. La guerra y la locura eran imparables. “El enemigo” ya los tenía atrapados en su lógica. Iban al suicido. Después vino lo que vino.

El 24 de marzo de 1976 yo me mudé a una casa que me había asignado mi Partido. Y comenzó la sobrevivencia. Siete años de vida fantasmal. Nada muy diferente a lo que padecieron otros militantes políticos. De vez en cuando recibíamos noticias de los Montos. La mayoría de ellas eran sobre asesinatos, torturas, exilios. Pero también sobre nuevos delirios. Por ejemplo, las benditas contraofensivas. ¡Decían que la dictadura estaba frágil y mandaban a los militantes desde el exterior para hacerse cargo del combate! Allí murieron varios conocidos nuestros, chicos universitarios como esos que alguna vez vimos desfilar con armas de madera en los pasillos de Derecho. Espantoso y cruel.

Hay que leer Born para recordar. En realidad, para no olvidar. Hay que seguir los escabrosos detalles de aquellos “guerrilleros” que “omitieron” calcular cuánto lugar ocupaban sesenta millones de dólares antes de secuestrar a dos de los empresarios más poderosos de América Latina. O repasar el recorrido del reloj Rolex que le chafaron a Jorge Born durante su cruel cautiverio y terminó en manos de un represor de la ESMA. Hay que leerlo para que la memoria, por conveniencia o mala fe, no termine ladeándose hacia la pura manipulación.

Había olvidado –quizá como un antídoto para no sucumbir ante el rencor–muchos de los detalles de la época que describe con pericia María O’Donnell. Había olvidado, por ejemplo, que una parte de la cúpula montonera pactó con Carlos Menem su propio perdón a cambio de suculentos aportes a la campaña electoral. Y descubrí la trama de una estrafalaria red de complicidades que muy poco tuvo que ver con sueños revolucionarios. Entonces también recordé por qué cuando era joven llegué a detestar a los Montoneros.  

(*) Periodista y editor. Miembro del Club Político Argentino.