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Primates judiciales

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Homo naledi (estrella) es el nombre del nuevo antepasado del género humano a partir de un reciente hallazgo revelador con la exhumación de quince esqueletos de homínidos en Sudáfrica. Hasta hace poco tiempo privilegio exclusivo del hombre, la familia de los homínidos ha incluido científicamente a los simios superiores en razón de su parecido con todos nosotros. Más aún: indicaron los expertos que –a pesar de su pequeño cerebro– habría tenido un cuerpo muy semejante, ya que contaba con una altura promedio de 1,50 m y su peso rondaba los 45 kg. O sea, nada muy distinto de lo que circula por dentro y por fuera de los tribunales.
Precisamente, la rutina judicial apareció alterada meses atrás cuando se hizo amplia difusión, incluso internacional, de la pretensión de un hábeas corpus a favor de una orangutana habitante del zoo porteño –nuestra querida Sandra– resuelta con una declaración de competencia previo reconocimiento de su carácter de sujeto de derechos no humano.
Cuando los descubrimientos de algunos investigadores sobre el comportamiento y “personalidad” de algunos animales, entre ellos nuestros parientes más próximos –los primates– comienzan a crear escarceos en las relaciones entre los animales y el hombre y sus leyes, no faltan resistencias desencadenadas desde núcleos que incluso le asignan a Darwin
prédicas que siquiera se hubiese arriesgado a especular.
Desde siempre, los animales han sido para el derecho cosas, esto es, bienes sobre los que se ejerce la absoluta propiedad o dominus, situación que se ha mantenido durante los dos últimos siglos, incluso en nuestro país, donde prevalece una regulación decimonónica a pesar de la sanción de un nuevo Código Civil y Comercial que al día de hoy los reduce a “semovientes”.
Pese a este capricho legal, distintas disciplinas han demostrado hace largo tiempo que se trata de seres vivos, capaces de sentir y sufrir, lo que genera un auténtico reto para magistrados. La condición de sujeto de derechos, y no de mero objeto, es admisible incluso dentro de la tradición jurídica: desde Ulpiano se define al derecho natural como el que la naturaleza enseñó a todos los “animales”.
A partir de entonces, un gran collage universal se ocupó de reafirmar la calidad de sujeto del animal, donde se destaca la perspectiva liberal que apunta a evitar su sufrimiento y asegurar adecuadas condiciones de vida.
No podía ser de otra manera: el estatus de titular de derechos se fue transformando con el tiempo. En el constitucionalismo moderno, sólo lo poseía el burgués propietario, y se fue expandiendo con el social al obrero y al campesino, para luego integrar a las mujeres, minorías sexuales, etc. Paradojalmente, si hasta hace poco no se consideraban como sujeto de derechos a ciertas categorías de humanos, en cambio, el mundo jurídico siempre estuvo poblado de entes inanimados a los que se les reconoce personalidad: corporaciones, sociedades comerciales, entre tantas otras.
Nada nuevo afirmo si digo que, contra toda evolución, el grueso de los juristas profesa respeto ciego por categorías anquilosadas. Pero, para agitar aún más el reposo de algún civilista, desde el pasado mes de febrero el Código francés –inveterada matriz de nuestra legislación– avanzó en ese reconocimiento, como ya lo habían hecho antes las normativas alemana, austríaca y suiza. En fin, ninguna extravagancia teórica. Esta remoción de los obstáculos conceptuales en la mayoría de las legislaciones avanzadas del mundo debe motivarnos para la construcción jurídica de un arca, que ante la cada vez más posible tragedia planetaria nos incluya junto a todo ser con capacidad de sufrir, que es, en suma, como enseña Peter Singer, lo común entre los animales y nosotros. Contrariamente, el necio narcisismo antropocéntrico no puede ocultar su razón autoritaria, porque como escribió otro Singer (Isaac, Nobel de Literatura), “en lo que a animales se refiere, todo hombre es un nazi”. Y a este respecto, una ética mínima nos impone un progreso en el más profundo de los sentidos.

*Profesor titular UBA /UNLP.

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