Hay una novela de Friedrich Dürrenmatt, La promesa, fundamental, ante todo, porque demuestra que las novelas policiales son un fraude: en ellas todo encaja y al final, con el único auxilio de la lógica, se descubre al culpable. Por lo general, dice Dürrenmatt, lo que decide la suerte de un caso es el azar, no la lógica. Generalizando un poco y pasando por alto ciertos detalles podría decirse que con la investigación académica ocurre algo parecido: al final todo encaja. ¿Pero qué se hace cuando hay algo que no termina de encajar del todo?
Uno de mis libros preferidos es Los siete pilares de la sabiduría, de T.E. Lawrence. No tiene sentido que hable del libro porque a los fines de esta columna carece de importancia: lo que importa es la traducción. El libro, publicado originalmente en 1922, fue traducido por primera vez al español y editado por Sur en 1944 con traducción de un misterioso R.A. No se conocen más datos que esas iniciales, que remiten automáticamente a Ramón Alcalde o a Raúl Alfonsín. En cualquiera de los dos casos –posibles, por otra parte: el primero contaba en 1944 con 22 años; el segundo con 17; de acuerdo, en el caso de Alfonsín se trataría de un joven prodigio, pero son cosas que en la literatura no abundan aunque existen– no se comprendería a fin de cuentas la razón que los habría llevado a ocultarse detrás de las iniciales.
Cuando era librero tuve ocasión, a mediados de los años 90, de preguntarle al corredor de la editorial Sur, que ya no publicaba y se limitaba a distribuir el poco fondo editorial que le quedaba, si no habría por ahí algún ejemplar perdido de Los siete pilares. Para mi sorpresa, el corredor apareció días después con un ejemplar del libro, pero en la traducción al francés de Charles Mauron, de 1941. Lo tomé y revisé un poco, lo suficiente para darme cuenta de que se trataba de un ejemplar de la biblioteca de la propia Ocampo –quien había adoptado como ex libris el ex libris del mismísimo Lawrence: dos sables cruzados. El libro tenía infinidad de anotaciones al margen que planteaban alternativas a la traducción de determinado término francés. Lo que me llevó a pensar que, por alguna razón, la reina Victoria, que hablaba a la perfección tanto el inglés como el francés, había usado como referencia la traducción de Mauron para hacer la suya, y que por pudor no había osado firmarla más que con ese enigmático R.A.
Mi sospecha quedó confirmada cuando hace días, leyendo la correspondencia entre Albert Camus y Victoria Ocampo, editada por Sudamericana, con traducción y notas de Elisa Mayorga y Juan Javier Negri, en una nota al pie, al mencionar las dos obras de Lawrence, Los siete pilares y El troquel, se lee: “Ambas [...] fueron traducidas por Victoria y publicadas por Editorial Sur”. Alegría. Doy a conocer la confirmación de mi intuición y un amigo me retruca con un dato y un libro que desconocía: en la correspondencia Martínez Estrada-Victoria Ocampo publicada por Interzona en 2013 al cuidado de Christian Ferrer, la reina Victoria le comenta a su amigo santafesino que la traducción de Los siete pilares le resulta “execrable”.
Ante la lejana posibilidad de que alguien se refiera con un término tan duro a una traducción propia –no del todo imposible, dado que después de todo los traductores suelen ser despiadados consigo mismos y la traducción execrable fue publicada por Victoria; y tampoco es tan execrable como ella dice–, es innegable que las iniciales R.A. representan un problema al que la investigación académica debería dar algún día respuesta.