Razones familiares que sería penoso exponer aquí me tuvieron alejado de la ciudad, preso en una casa de campo en el medio de la nada, donde tenía que cuidar a tres animales, una de ellas una perra recién operada de una herida de guerra intraespecies. La perra herida no podía salir ni podía quedar sola, porque ya se había sacado los puntos de la sutura dos veces, pese a vestir un collar isabelino. La tarea parecía favorable a mis intentos por terminar de escribir las conferencias que, en breve, deberé pronunciar en foros europeos.
Me despertaba a las 7 de la mañana. Abría todas las persianas de la casa, bajaba las llamas de las estufas y, mientras sacaba a las perras para que hicieran pis, empezaba a hacer el desayuno: calentaba el agua para el mate o el té y organizaba la mise en place de la manada malcriada que había quedado bajo mi tutela. El gato no come alimento balanceado duro, razón por la que hay que servirle un potecito de leche sin lactosa (para que no vomitara) y un potecito de alimento húmedo (no comía más el sólido). A las perras había que simular que uno les cocinaba especialmente, porque despreciaban el alimento balanceado falto de amor hogareño. Así que, bajo su mirada atenta, revolvía el balanceado con una cucharada de atún de lata que luego les servía con ruidos estúpidos de satisfacción estomacal (“ñam, ñam”).
Terminado el ritual matutino, me bañaba y me vestía. Entre una cosa y la otra ya eran las 9 de la mañana. Revisaba algún correo o planificaba la monótona jornada, con diálogos estrambóticos con los animales, encantados de que alguien le dirigiera la palabra aunque fuera para insultarlos dulcemente.
A las 10 de la mañana venía la asistente doméstica, cuya exasperante lentitud para todo evitaba yéndome al pueblo a hacer las compras (en las inmediaciones, ni un kiosco). A las 11:30, con suerte, estaba de vuelta.
La perra herida me saludaba como si me hubiera ido años atrás. Me instalaba ante la computadora a leer los diarios y las dos cánidas, detrás, dormitaban hasta las 12:00, cuando ya empezaban a reclamarme alimento nuevamente. La empleada de la casa (que iba a diario, creo, antes para controlarme a mí que para mantener la limpieza) se retiraba para buscar sus hijos en el colegio.
El mismo ritual: el gato comía sobre la mesa su alimento húmedo, tomaba su leche y las perras comían en el suelo su almuerzo pretendidamente personalizado.
Mientras, yo descongelaba para mí alguna milanesa o bife de lomo, preparaba una ensalada o hacía algún chutney.
Después de comer, dejaba los platos en la pileta para que la asistenta tuviera algo para hacer al día siguiente y salía a dar una vuelta por el parque con las perras.
A las 13:30 ya estaba sentado otra vez ante mi escritorio contestando mensajes: al equipo de tal revista, les daba indicaciones; al equipo de tal archivo, les pedía actualizaciones pendientes; para tal universidad europea, preparaba unas rendiciones de cuenta; a los equipos de cátedra les rogaba que por favor decidieran los temas y bibliografía para los cursos del año entrante.
De pronto, eran ya casi las 4 de la tarde y el sol brillaba bajo. A esa hora extrañaba mi casa, mi gata, mi marido, mis rutinas. Iba a la cocina a prepararme un mate, circunstancia que los animales entendían como una invitación para reunirse conmigo en la cocina.
Abría la puerta para que las perras salieran a hacer pis y, si no pasaba nadie por la calle a quien ellas entendieran que debían ladrarle, las dejaba un rato afuera.
Le daba la merienda al gato (por la tarde comía atún solo).
Por lo general volvía a mi escritorio a las 6 de la tarde como muy tarde, dispuesto a escribir, ya con sueño. Leía libros que subrayaba ocasionalmente para levantar luego citas importantes.
A las 8 ya era de noche. Tenía que cerrar las puertas, prender las estufas, encender las luces de afuera y empezar a preparar la cena para las perras, para el gato, para mí.
Esta vez, lo hacía acompañándome con un whisky que había traído de mi casa.
A las 10, ya no iba a volver a sentarme ante la computadora porque estaba cansadísimo (no sé de qué). Me acostaba a mirar Vikingos. Y me quedaba invariablemente dormido para despertarme, en la mitad de la noche, con las dos perras durmiendo conmigo. Las sacaba a hacer pis y volvíamos a dormir hasta el siguiente idéntico desayuno.