Cuando era chico vi en el cine una película que se llamaba Un niño llamado Baxter. No recuerdo mucho el argumento, pero sí que me impactó porque el tema era –creo– que al niño sus padres no lo querían. Cuando pienso en este film solo veo escenas vagas, el rostro de un niño rubio. Pienso en esta película porque acabo de ver con mis hijos una malísima que se llama La razón de estar contigo.
La razón de estar contigo es la historia de un perro que sufre varias reencarnaciones, siempre tratando de cumplir un mandato que le pidió su dueño: que cuide de su nietita. Me pregunto si algo de este argumento quedará en la mente de mis hijos cuando ya estén en la mitad de la vida, caminando por una selva oscura. Me pregunto cómo se activará esta historia en sus mentes mientras estén durmiendo hoy, cuando los restos diurnos se pongan a trabajar en sus mentes fértiles e infantiles.
En la película se muere todo el mundo. Mis hijos ya están acostumbrados a la idea de la muerte: ven películas de Marvel donde la gente muere por millones, pero custodiados por esos dioses griegos que inventó Stan Lee. Lo difícil es ver morir a un perro.
La unión atávica entre un perro y un ser humano es algo que me sigue pareciendo extraordinario. Los perros que no olvidan, los dueños que no olvidan. A Gustavo, un amigo mío, se le escapó de su casa un perro collie que su hija quería mucho. Lo buscaron por todos lados. Cuando me lo contó, yo soñé que ese perro se perdía y reencarnaba en un hombre joven, volvía a la casa de mi amigo pero no lo reconocían. A pesar de que ambos –el perro y el joven– tenían un parche caliente. El perro, cuando se perdió, lo tenía sobre el lomo. El joven tenía en su espalda una mancha de nacimiento. En mi sueño, el perro enamoraba a la hija de mi amigo y se iban a vivir juntos. Cambiando algunas cosas, escribí con esta breve historia un guión.
Como no se entendía nada, la película de mi guión ganó un premio en Cannes. Ahí se premia sobre todo si no se entiende.