El martes fue un día primaveral, casi veraniego. A la una de la tarde (hora desusada) estaba invitado a un cóctel en Dain Usina Cultural, luminoso y agradable lugar palermitano que no conocía y que funciona como café, librería y galería de arte. La ocasión era la presencia en el país del escritor portugués João Tordo, cuya novela Las tres vidas publicó hace unos meses la editorial Crack-Up. Como había escrito algo sobre ella, me acerqué al autor e intenté hacerle algún comentario, pero no me acordaba mucho de la novela y menos de lo que yo había dicho (¿era a favor, en contra, más o menos?). Ariel Díaz, el responsable de Crack-Up, me presentó como el autor de la primera reseña argentina sobre el libro, un mérito más que dudoso, lo que me hizo sospechar que lo mío no debió de haber sido un panegírico.
El cóctel estaba muy bien servido, no fuera cosa de que los presentes pasaran hambre a una hora crítica. Circularon un vino blanco y un vino tinto y, a propósito de ellos, sostuve un intercambio de opiniones con Marisa, la simpática gerenta y programadora de Dain. No me gustaron especialmente los vinos, pero tuve que reconocer que excedían largamente en calidad a los que se ofrecen en ágapes culturales. Luego comenzó la presentación de Las tres vidas. En el escenario estaban el autor, el editor y las dos traductoras, Constanza Penacini y Laura Cabezas. Pocas veces he visto mujeres tan contentas, especialmente a Penacini, que fue el alma de la fiesta. Tordo también estaba de buen humor, a pesar del viaje y del ajetreo, porque le esperaban varias presentaciones más, incluso una el mismo día. Me pareció el típico escritor profesional joven, articulado, internacional pero apegado a su país; tenía varias historias que contar sobre su novela que, al ganar el premio Saramago, le permitió dejar su trabajo como guionista de series de televisión y vivir de la literatura. Las tres vidas (2008) es su tercera novela y, desde entonces, publicó diez más.
Terminado el acto, me fui caminando por las soleadas calles de Palermo y allí me atacó el temible espíritu de la escalera: me di cuenta de que debería haberle planteado a Tordo una pregunta que me habría hecho quedar como una persona ingeniosa. En algún momento, Tordo mencionó que el narrador en primera persona de su novela no tiene nombre y que él usó ese procedimiento a lo largo de toda su obra. Luego declaró que los libros que más lo habían impresionado eran los de Saramago, Philip Roth y Herman Melville, especialmente Moby Dick. Se me ocurrió que allí debería haber intervenido en nombre de la Asociación de Reseñistas, a cuyos miembros se les complica hablar de una novela cuando el autor no le pone nombre al protagonista y narrador. Si lo hiciera, tendría una atención hacia los miembros de nuestra entidad, siguiendo justamente el ejemplo de Melville, quien lo hace de entrada con el famoso “Call me Ishmael”. Algo contrariado, me fui a un café a leer el primer número de la revista Agui-naldo (así llamada porque aparece dos veces por año), un ejemplo de inteligencia, buen gusto y optimismo en estos tiempos difíciles y que, además, trae un aviso de los sofisticados y casi secretos vinos Pielihueso, cuyo recuerdo me volvió a alegrar el día. Pero después fui a ver Joker y el humor se me arruinó definitivamente.