En un pueblo centroamericano se realiza año tras año, de lunes a lunes, una semana de los difuntos. Cada mañana, a lo largo de la semana, los deudos llevan platos de comida y botellas con bebida a sus muertos. La mañana del martes, los deudos comprueban que parte de la comida del lunes ha desaparecido. Y así, día tras día. No todo, ni siquiera mucho. Es un poquito de cada tumba. Es creencia general que los muertos son exquisitos y cuidadosos y cada noche abren sus tumbas, salen y eligen lo que comen.
Pasan los años, y en una oportunidad de esas que nunca faltan, en un recorrido nocturno alguien (tal vez un poeta romántico o un necrófilo) descubre que es el propio cuidador del cementerio el que va de tumba en tumba eligiendo manjares, comiéndose el alimento o guardándolo en una mochila. El espía involuntario piensa en denunciarlo al día siguiente, pero se detiene por dos motivos. El primero, porque debería explicar primero qué estaba haciendo de noche en terreno sagrado. Acusar es, tal vez, acusarse. Y además se le ocurre también que ese consumo clandestino bien podría haber sido dictado por los mismos muertos.
Sin embargo, no hay secreto que sea lo bastante leve como para ser guardado eternamente. Una noche, en el bar local, al testigo se le afloja la lengua y comunica su descubrimiento a los parroquianos, que a su vez lo difunden en el resto del pueblo. Pero junto a esa revelación, como impregnándola, se esparce la creencia de que la ingesta secreta del cuidador es parte del rito, el núcleo central de la ceremonia. A cambio de asesinarlo, los pobladores comienzan a adorar al cuidador como si fuera un intermediario con los reinos de ultratumba, le destinan los homenajes fúnebres ya no por una semana sino a lo largo de todo el año. El cuidador engorda, se descuida, revienta como un sapo. La creencia anterior es sustituida por otra: que su muerte es obra de los difuntos, celosos de la propiedad de sus homenajes.