La pobreza en la Argentina no es un fenómeno reciente, lleva varias décadas lacerando un tercio de su población y ensañándose con los más débiles, los niños; según las mediciones de la Universidad Católica Argentina y del Indec, prácticamente la mitad de los menores de 14 años son pobres. Es evidente que, si se quiere erradicar la pobreza, las políticas sociales deben apuntar decididamente a ellos.
En lo inmediato es necesario sostener el poder de compra de los hogares pobres, en un contexto inflacionario en baja, pero todavía causando un importante efecto corrosivo sobre sus ingresos. El monto y la frecuencia del ajuste están hoy en discusión parlamentaria. Si se indexan las prestaciones sociales al ritmo de la inflación, al menos se cumple este objetivo.
No se resuelve el problema de fondo que es estructural y que requiere de otras políticas que permitan salir a los hogares de la pobreza y sobre todo protejan a los más vulnerables, es decir los niños. En este sentido, la extensión decretada por el Gobierno -el año pasado- de las asignaciones familiares que reciben los empleados formales y con contratos permanentes, al resto de los trabajadores, contribuye a igualar las oportunidades de sus hijos. Para dimensionar el impacto de esta política hay que considerar que se trata de no menos de siete millones de personas, de las cuales cuatro millones no son asalariados y otros tres millones son trabajadores temporarios. Estas medidas equiparan a los monotributistas con los trabajadores en relación de dependencia pudiendo cobrar asignaciones familiares por hijo, por embarazo, por hijo con discapacidad y la ayuda escolar anual. Asimismo, los trabajadores temporarios, reciben las asignaciones familiares si registran al menos tres meses de aportes o noventa días de trabajo en los doce meses anteriores. Esta medida, además de contrarrestar diferencias entre los ocupados en un mercado laboral segmentado, colabora a la igualdad de oportunidades de los niños con independencia del tipo de trabajo que tengan sus padres.
No sólo se está vulnerando sus derechos infantiles sino que de esta forma se los aleja de una escolaridad regular y sostenida, y con ello se los priva de las habilidades y la formación necesarias para insertarse adecuadamente en el mercado laboral, quedando atrapados en trabajos arriesgados y mal remunerados, reproduciendo los mismos problemas de sus padres y abuelos.
Romper este círculo vicioso requiere ocuparse principalmente de los dos extremos de la niñez. Para los más pequeños se trata de asegurar su correcta nutrición, las habilidades no cognitivas y la motivación. La inversión en la primera infancia -destaca Heckman, premio Nobel de economía que estuvo recientemente en la Argentina- es clave en la formación del capital humano, nada de lo que se haga después contrarresta lo que no se hizo a tiempo. Por eso es alentador la firma del convenio con los centros CONIN del Dr. Albino, quién sin dudas es el que más sabe y más se ha preocupado en la Argentina por la desnutrición infantil y sus devastadores efectos.
En el otro extremo, el desafío es que los jóvenes finalicen el secundario. Hoy lo hacen menos de la mitad. Un escándalo a estas alturas del siglo veintiuno. La buena noticia es es que en los últimos años hubo una visible expansión de la asistencia al secundario de los jóvenes entre 15 y 17 años. La Asignación Universal por Hijo está alentando a este grupo a mantenerse en la escuela. El desafío pendiente es lograr que éstos chicos se gradúen y que la calidad de lo que aprenden sea un reaseguro al momento de entrar al mercado laboral. Hoy no lo es. Sólo así, se puede pensar que la pobreza en algún momento deje de ser hereditaria en la Argentina.
(*) Economista y profesora de la Facultad de Ciencias Empresariales de la Universidad Austral, sede Rosario.