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Un vicio entrañable

Tanto el cine como el vino son materia de controversias encarnizadas que se parecen bastante.

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Hay una película que se llama The Joycean Society y retrata a un grupo de vecinos de Zurich que se reúnen todas las semanas para leer el Finnegan’s Wake. Pienso en ellos cada vez que voy a la Cueva de Musu, un lugar de Caballito en el que la gente ser reúne para tomar vino y en el que reina una devoción y un conocimiento parecidos a los fanáticos de Joyce. Me corrijo: no es que todos sean entendidos: yo mismo soy un ignorante y mi paladar tampoco es de los que pueden distinguir los matices como una chica que el otro día, al probar un malbec, descubrió una serie de notas aromáticas de las que solo pude retener las dos primeras: tinta china y salame.

Pero la Cueva es democrática. Desde los primerizos a los veteranos, todos se sienten igualmente cómodos porque Musu, el dueño del boliche, posee un gran don de gentes y el fervor para transmitir la mística enológica. Fernando Musumeci tiene 48 años y nació en alguna parte del Conurbano. Tenía una próspera cadena de lavaderos cuando, hace unos cinco años, lo afectó el virus vinífero y decidió asumir profesionalmente su hobby y dedicarse full time a vender vino, armar encuentros para probarlo y conversar sobre él. Hoy es un clásico del mundo del vino y los “cueveros” (el círculo más íntimo, compuesto por verdaderos cruzados enológicos) peregrinan anualmente a Mendoza o a los Valles Calchaquíes para visitar bodegas y tener una aproximación de primera mano.

En la Cueva, como si fuera el negativo de Alcohólicos Anónimos, las reuniones tienen una frecuencia casi diaria, aunque no siempre se vean las mismas caras.

A veces, productores famosos o desconocidos presentan sus últimas creaciones; otras, la reunión es más informal y se abren botellas en un orden aleatorio. La Cueva transmite la riqueza y la complejidad que ha alcanzado la industria del vino en la Argentina. Y también deja entrever paradojas, contradicciones, dificultades, actos de megalomanía y elocuentes silencios respecto de lo que no debe decirse. Si tuviera que comparar a los enófilos con los cinéfilos, diría que se trata de pasiones semejantes, signadas por una doble pulsión. Por un lado, la acumulativa: la de querer verlo (o probarlo) todo. Por el otro, la selectiva: el inevitable narcisismo de afirmar el gusto personal, la capacidad para determinar lo que vale la pena, lo que está subvalorado o sobrevalorado (aunque en el cine esto no se traduzca en precios).

Tanto el cine como el vino son materia de controversias encarnizadas que se parecen bastante: una de ellas separa lo industrial de lo independiente; otra (más específica), a los vinos que se elaboran en barricas de madera y a los que prescinden de ellas. Una tercera es comparable a la gran disputa cinéfila: la adoración por determinados directores, cuyo equivalente es el culto a la personalidad de quienes elaboran el vino (un par de asistencias a la Cueva permite conocer sus nombres). Entre los enófilos argentinos, esa división es más importante que la que separa regiones, variedades o métodos de elaboración. Pero a diferencia del cine, aquí no hay mucho escrito y todo es más bien una cuestión de sobreentendidos que nadie parece dispuesto a revelar a los no iniciados. Para ser aun más atractivo, el saber de la Cueva tiene también su dimensión esotérica.