Los suecos nunca le dieron el Premio Nobel a Cioran ni a Ionesco, pero el primer rumano en recibirlo puede ser Mircea Cartarescu. Así lo aseguran las solapas de sus libros traducidos al castellano, que son unos cuantos, repartidos entre las editoriales españolas Impedimenta y Funambulista. Lo primero que leí de él fue El ruletista, un cuento muy ingenioso sobre la ruleta rusa, que parece escrito a principio del siglo XX, por lo que supuse que el autor estaba muerto. Pero no es así:
Cartarescu nació en 1956 en Bucarest y es el típico escritor de carrera. Fue poeta en su juventud (integrante de la “generación del 80” rumana, sea eso lo que fuere), estudió Literatura en la universidad y poco a poco se fue abriendo camino hacia la fama nacional, la visibilidad internacional y la movida editorial (“tiene su lugar reservado junto a Proust, Kafka, Borges y Cortázar”, dice una contratapa). Su adolescencia y su juventud transcurrieron durante el régimen de Ceaucescu, y la tristeza pegajosa de esos años impregna lo que ha escrito. La policía secreta no extinguió la tradición europeísta de la intelectualidad rumana, como lo muestra la aparición de cineastas como Cristi Puiu o Corneliu Porumboiu, y si algo odia Cartarescu son las demostraciones folclóricas y los artistas de provincia.
Hace poco empecé a leer Las bellas extranjeras, un libro recién traducido que consta de tres relatos largos. El primero, retrato de un artista que expone su semen y sus excrementos, es desopilante. El segundo es la historia de una gira por Francia de doce escritores rumanos, que Cartarescu aprovecha para exponer las miserias del mundillo literario y para contar algunas historias graciosas sobre conferencias, traducciones y banquetes que no resultan como se preveía. “La regla general que domina esta acumulación de odio, animadversión, venganzas y desprecio sonaría más o menos así: en el mundo literario se perdona casi todo, la falta de talento, la vileza, la hipocresía, la cobardía. Se consideran pecados humanos y son contemplados con tolerancia. Lo que no se te perdona jamás, a ningún precio, es el éxito”. Esta expresión de millonarios o de bataclanas suena muy desafinada en un escritor. Un pasaje parecido es éste: “Hoy, cuando ya he escrito bastante, cuando para mí ya no cuenta si he de añadir o no otros libros a los ya publicados...”, que aparece en Por qué nos gustan las mujeres, una recopilación de sus artículos en la revista Elle que bordea el narcisismo y la autoayuda, pero tiene un gran momento en la historia de Cristian Vasile, el mayor cantante de tangos rumanos (sea eso lo que fuere).
Cartarescu empezó con obras más o menos autobiográficas, más o menos ambiciosas (El levante, Cegador, Lulu), pero terminó siendo una especie de contador de cuentos de cantina, alguien que administra bien el tempo y el remate de sus historias para conseguir el aplauso del público, pero que parece tenerse lástima y esperar el Nobel como compensación por una vida no tan luminosa como hubiese pretendido. Pero no creo que lo gane: su humanismo no es lo suficientemente “elevado” para los gustos de la Academia. Es más, apuesto un peso o un leu (lo que cotice más alto) a que no lo hará. La frase anterior me obliga a practicar el schadenfreude cada año, pero con algo hay que entretenerse.