Un rato antes del cambio de calendario entre 2006 y 2007, la pantalla de TyC Sports emitió la segunda parte de un documental cuyo título podría sintetizarse en: “Cómo ven los ingleses a Maradona”. Una preciosa entrevista del ex goleador inglés Gary Lineker a Diego matizada con una muy buena edición e imágenes de referencia. Entre ellas, las vinculadas con el 2-1 a los ingleses mostraban un choque entre barras argentinos y hooligans; dándose duro a puño limpio parecía verse a Raúl “Pistola” Gámez, hombre fuerte de Vélez, favorito de algunos sectores de poder para suceder a Grondona en la AFA y reconocido barra converso, si es que sirve la figura.
Raúl es, paradójicamente, una de las personas con mayor capacidad de propuesta y dedicación para resolver los asuntos complicados de nuestro fútbol. Jamás renegó de su pasado como jefe de la vieja barra velezana y, mas allá de cualquier discusión, hace hincapié en la comparación entre aquellos barras y los de hoy. Uno de los argumentos clave se refiere al uso de armas de fuego, a la extorsión con la que los de ahora consiguen su objetivo, a la cuasi certeza de que son una asociación ilícita en cada club con la connivencia o alianza de jugadores, técnicos, dirigentes, periodistas y hasta políticos.
Sin embargo, de aquellos días de 1986 muchos recordamos las insólitas imágenes de la barra de Boca presente un miércoles en México, al domingo siguiente en Rosario (Newell’s 1-Boca 4) y el martes siguiente otra vez en tierras aztecas. Algo que no hicieron ni dirigentes ni periodistas (ir, venir y volver de México a Buenos Aires en una semana) lo hicieron los de la Doce. La financiación, según confirmaron algunos jugadores del plantel, corrió por cuenta del seleccionado campeón del mundo. Todo pasa... y tiene un precio.
Esa barra pareció desmantelada cuando su cúpula fue presa por una serie de delitos y José Barrita (el Abuelo, su líder) murió en prisión, pero no sólo sigue existiendo sino que potenció su manejo del poder dentro y fuera del club hasta convertir a sus principales referentes en mediáticos.
Estoy convencido de que aquellos barras eran mucho menos miserables que los actuales. Al menos, llegaban a la cancha antes de que empezara el partido y hasta miraban los 90 minutos en vez de regodearse hablando por celular, como los actuales, como si estuvieran coordinando el desembarco en Normandía. Hoy, ocupan un espacio de poder que los hace omnipresentes: manejan los estacionamientos alrededor de los estadios, revenden entradas, venden droga, son fuerza de choque de diversos políticos, garantizan victorias electorales dentro de los clubes y, por supuesto, son socios de los clubes. Este último es el argumento por el que muchos directivos se sacan la pelota de encima. “No puedo prohibirle la entrada a un socio”, suelen decir, pero no explican por qué si se matan a tiros en medio de decenas de familias, no los sancionan.
Este barullo no es de River o de Talleres de Remedios de Escalada o de Godoy Cruz o de Banfield, por citar a los más expuestos en la última semana, pero esté seguro de que la amplísima mayoría tiene a la barra controlando más cosas de las que cualquier estómago puede soportar.
Es tanto lo que se les permite, son tan creativos en su patético rol, que todo lo que me digan lo creo posible, teniendo como máximo dislate la escuela de formación de barras, algo así como la OEA de la miserabilidad.
Por estas horas, usted seguirá leyendo o escuchando señales de buena voluntad de gente que asegura tener la solución para el conflicto. Sin embargo, en un año electoral, las barras no sólo estarán lejos de desaparecer sino que facturarán un plus interesante en dinero y en vínculos. Son tantos los que les deben favores, que a veces es mejor resignar un billete a cambio de una tarjeta personal o un número de celular. Las barras bravas no están en todos lados, sino que son parte influyente de cada uno de esos lados. Los dirigentes, los jugadores, los técnicos y los políticos pasan; ellos, como triste fenómeno, no. Porque erradicarlos no es una cuestión de formar una comisión, modificar las leyes o unificar criterios de jurisdicción. Terminar con ellos es una cuestión de ética, de moral. Y ahí la cosa se nos complica... aun a los de buena voluntad.