Días atrás, en ocasión de la inauguración de la muestra de la Sociedad Rural Argentina, volvió el Centenario a la primera plana. Según afirmó el presidente de esa entidad, Hugo Biolcatti, “en el Centenario éramos el granero del mundo y una de las naciones más prósperas del planeta”. La réplica específica no se hizo esperar; el diputado kirchnerista Agustín Rossi acusó: “Reivindica al primer centenario, una sociedad con la mayoría de excluidos y con la riqueza en manos de unos pocos”. Este cruce de opiniones respecto a la Argentina de 1910 no es novedoso pues, a raíz del Bicentenario, hemos escuchado varios intercambios semejantes. Como en tantos otros temas de nuestra retórica política, han aparecido dos bandos: el de quienes consideran el Centenario como etapa de máximo brillo nacional y el de quienes lo entienden, en cambio, como una época oscura de nuestra historia. Cada uno recurre al pasado desde sus trincheras presentes y defiende su postura con argumentos anacrónicos que poco tienen que ver con el momento histórico al que refieren. En ese marco, las armas del discurso pueden ser aptas para dar forma a visiones míticas que buscan reafirmar identidades actuales, pero cierran cualquier posibilidad de interrogación sobre ese pasado. El bien y el mal no admiten matices; por lo tanto, se está a favor o en contra del Centenario.
No me interesa aquí tomar partido en esa disputa, sino argumentar a favor de la posibilidad de preguntarme cómo era la Argentina de 1910 y de encontrar respuestas menos esquemáticas que éstas. Para ello, voy a volver a las declaraciones de Biolcatti y Rossi. Sus afirmaciones no son excluyentes. La investigación histórica sobre el período muestra que la Argentina era –metafóricamente– el granero del mundo y gozaba de prosperidad relativa (medida por su producto bruto, su comercio exterior y su tasa de urbanización, entre otras variables). También, que la riqueza estaba “en manos de unos pocos”, o al menos, que había una concentración importante del ingreso en las clases altas. Se podría decir, entonces, que los dos tienen razón. Pero también, que sus afirmaciones se basan en recortes muy parciales de la realidad de referencia, que encubren más de lo que revelan. Así, para evaluar la situación económica del país, quienes destacan su éxito no pueden comparar el lugar preferencial que tenía entonces en el mundo con la mayor marginalidad posterior sin atender a las características y los vaivenes del mercado internacional del cual la Argentina dependía estrechamente. Tendrían que indagar, además, en los costos, los condicionamientos y los límites al crecimiento impuestos por esa exitosa inserción en el mercado, límites que a poco andar se hicieron tristemente evidentes, sobre todo a partir de 1930. En cuanto a la situación social, quienes señalan la concentración de la riqueza deberían establecer parámetros de comparación. ¿Con qué comparan la Argentina de ese momento? ¿Con otros países en el mismo período? ¿Con nuestro país en otros períodos? ¿Con un ideal actual de equidad? Por su parte, la distribución del ingreso no es el único indicador de inclusión o exclusión social. Como en cualquier sociedad moderna, en la nuestra del Centenario había desigualdad y exclusión, pero no eran datos inamovibles, sino terrenos de disputa. En el plano social, un movimiento obrero vigoroso luchaba por revertirlas y, aunque experimentó la represión por parte de los gobiernos de turno, logró conquistas concretas en defensa de los trabajadores. La movilidad social era, por otra parte, un dato conocido y distintivo de la Argentina, que modificaba las fronteras de integración y operaba como un atractivo para cientos de miles de inmigrantes. Ella se vinculaba con cambios en el terreno educativo (entre otros): el Estado argentino expandió la educación a un ritmo superior al de cualquier otro país de América latina y al de varias naciones de Europa. En el plano político, finalmente, la presión democratizadora era ya evidente y se plasmaría dos años después en la ley Sáenz Peña, de sufragio obligatorio y secreto.
Como vemos, es difícil comprimir el primer Centenario en una sola frase. Aunque cada uno de nosotros pueda hacerse un juicio diferente sobre ese momento histórico, vale la pena dejar atrás las malas caricaturas para pensarlo en toda su complejidad.
*Historiadora UBA/Conicet Su último libro:Buenos Aires en armas. La revolución de 1880.