COLUMNISTAS
Crueldades

Zapateos sudamericanos

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Horacio Ch. me cuenta fascinado acerca de un libro que acaba de leer. Se trata del relato, escrito por una de las mejores cronistas locales, de un festival casi secreto, que se hace en algún pueblo de la provincia de Buenos Aires, o quizá en alguna otra provincia del interior. Los mejores bailarines de malambo, vestidos con sus mejores galas, se enfrentan en un torneo en el que exhiben sus destrezas en el baile, combinando innovación y tradición. Mientras lo narra (estamos de pie, en la cocina, mientras preparo un té), Horacio imita las posiciones de los bailarines, las torsiones, el movimiento del empeine. Dice: “Hay una posición, en el zapateo, donde se golpea el piso de tablas con el talón. El golpe suena a hueso roto, pero es la tabla la que cruje”.

Al fin de la competencia se elige al ganador, que debe ofrecer su último baile y luego retirarse. No puede bailar nunca más. Sí puede, en cambio y si quiere, enseñar a los discípulos los secretos de su arte. Pero tiene absolutamente prohibido volver a subirse al escenario. Le digo: “Es como un cuento oriental”, y me pongo a pensar en una posible infracción a esa prohibición.

Imagino a un ganador que no soporta la idea del retiro y que por pasión o desdén sigue bailando, alguien que no puede dejar de hacerlo y al que no le importan las consecuencias. Enterados de su infracción, los anteriores premiados en los concursos, que forman una especie de academia secreta, se reúnen para dictar sentencia. “No escribir”, me digo, “esa reunión bajo la forma pomposa de los rituales de iniciación con los que el cine ablanda la imaginación; más bien pensarla como un encuentro de evanescencias, fantasmal, como el de los ángeles oscuros en las dimensiones más bajas del cielo”.

Le cuento a Horacio esta posibilidad y él colabora recordando algunos finales de próceres argentinos. Uno de ellos fue colgado cabeza abajo sobre un hormiguero, y le embadurnaron con miel la cabeza (nuestra historia relee El cazador de gorilas, de Roberto Arlt); a un general derrotado en el campo de batalla lo enterraron vivo en ese mismo campo sembrado de cadáveres, dejando sobresalir solo su cabeza. Sus vencedores pasaron al galope hasta que la cabeza del general fue suficientemente aplastada o arrancada por los cascos.

Algo parecido se muestra en ¡Que viva México!, de Eisenstein. La crueldad es universal, pero todo esto parece propio de los tártaros, o sea, muy argentino.