El Polaco sufrió un infarto hace un mes. Lo internaron de urgencia y lo operaron. De eso me enteré por wasap. De todo lo que ocurrió después, también. Salió bien de la operación. Dos bypass. Sigue en terapia. Se le complicó la úlcera que tenía en el estómago. Está estable. No vayas, no lo pueden visitar ni sus familiares. Sigue igual. Ahora parece que le tienen que hacer diálisis. Los informes diarios los pasan por teléfono. No hay novedades. Che, parece que no repunta. Falleció el Polaco.
La muerte de un amigo en tiempos de cuarentena es una muerte virtual.
Con el Polaco nos hicimos amigos en las calles de Valentín Alsina. Era unos años mayor que yo, pero el tiempo se ocupó de disimular esa diferencia. Compartimos partidos de sábado en el club Brisas, tardes de bar en El Mundial, domingos en la cancha del Rojo y asados de fin de año. Demasiados momentos como para que su muerte no me sacudiera.
Pero la cuarentena jugó sus cartas. No pude ir a verlo cuando estaba internado. No lo pude despedir en el velatorio. No pude abrazar a su hija ni a su hermano. Todo se limitó a recibir y enviar audios. El Polaco se murió y todo lo que pude hacer fue pegarme al celular para esperar algún mensaje. Besos por celular, catarsis por app.
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Supe que lo velaron, que solo permitieron que fueran ocho personas, que pasaban de a uno para darle el último adiós, que no hubo abrazos contenedores, que la ceremonia duró apenas un par de horas. El Polaco se murió y yo apenas me enteré.
Cuando esta pesadilla termine, cuando el mundo se despoje de los barbijos y la paranoia, iré al cementerio de Lanús para levantar una copa en su memoria. Recién ahí empezaré a decirle adiós. A un amigo no se lo despide con lágrimas virtuales.