CULTURA
Apuntes en viaje

Automóvil tufo

Unos quince minutos antes de partir hacia la escuela, mi madre se estiraba hasta el garaje para activarlo y dejarlo ronronear. Costaba mucho el arranque, sobre todo en el invierno áspero.

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Automóvil tufo. | marta toledo

Arrastra el pucho deshojado hasta el cenicero colmado, lo estruja contra la pestaña enchapada, intenta apagarlo sin resultado, el hilo combustible que asciende serpenteante y consigue fundirse con la nube que suspendida habita en el techo del auto; la esencia del tabaco quemado prende en las telas, traga los sentidos de la familia en camino a las cumbres altas del circuito montañoso. Detiene la marcha, cogotea, invita a salir para contemplar el paisaje. La cápsula escupe a los integrantes: mis hermanos pequeños y yo, mi mamá, mi papá, la carga tóxica. Una nevada inusual para la época nos permite madurar un muñeco de nieve sobre el capó del coche.

El Fiat Mirafiori fue el segundo auto que compró mi papá desde que empezó a gestarse la familia. El primero había sido un Fiat 125, color celeste sobado; lo mantuvieron hasta que cumplí 9 años. Unos quince minutos antes de partir hacia la escuela, mi madre se estiraba hasta el garaje para activarlo y dejarlo ronronear. Costaba mucho el arranque, sobre todo en el invierno áspero. Mis compañeros chetos de la escuela me cargaban porque les parecía coche de grasa; sus padres ostentaban autos alemanes como el que mi papá había prometido comprarle a mi mamá cuando se casaran. 

Para 1985 mi padre se había agotado del encendido tartamudo, y quiso renovarlo. Fue su tema de conversación durante casi un año. Reparaba en un Falcon y lo señalaba para que todos supiéramos cuál iba a ser el próximo vehículo del clan. Pero sus ingresos no alcanzaron y terminó por elegir otro Fiat 125, el Mirafiori que nos depositó tiempo después en la montaña. Espléndido ejemplar de color dorado, asientos de cuerina caqui; a mis compañeros de grado les seguía pareciendo auto de pobre. 

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Cuatro años después mi padre ingresó en un plan para acceder a un Peugeot 504, otro de sus preferidos. La concesionaria quedaba en Ramos Mejía, y hacia allí íbamos todos los primeros sábados de cada mes, para cancelar la cuota y preguntarle al vendedor con guiño cómplice cuánto había que arrimar para retirarlo por licitación. Las cuotas continuaban, el nuevo auto no aparecía. 

La hiperinflación barrió con las ilusiones de mi papá que debió malvender su plan porque no podía afrontar el valor viciado de las cuotas. Al año siguiente tuvo que comprar un coche de urgencia; el Mirafiori fue triturado por una mala maniobra de mi madre. En el momento del accidente yo iba delante como acompañante; sin cinturón de seguridad, arropado por la fumarada. El asombro impreso en el rostro del sujeto que cargó en la grúa lo que quedaba de vehículo.

El VW 1500 rural era blanco, mi mamá lo bautizó de inmediato: la ambulancia. Mis hermanos lo adoraban, se trenzaban para ver quién viajaría en la parte trasera, junto a los bolsos y al perro díscolo.

Finalmente en 1995 mi papá accedió a un 504, bordó, modelo 92; tenía aire acondicionado, pero jamás lo encendía porque estaba convencido que si lo hacía se desinflaría la batería. Para entonces yo había ingresado a la universidad y no hacía vida familiar. Conforme el auto perdía recursos, el deterioro mental y físico de mi padre progresaba. No podía manejar ya, pero estaba empecinado en no claudicar. En un gesto de inspiración tutelar lo convencí para que comprara un VW Gol cero kilómetro, y de esa manera esquivar la tragedia por una mala performance del vehículo. Además, él y mi mamá habían quedado solos en la casa, no hacía falta un coche tan grande. Como era de esperar, el auto no caminó, al igual que mi papá que abrazó la internación crónica. Ayudé a venderle el auto a un sujeto suertudo que compró por el valor de un usado, un cero kilómetro.

Al poco tiempo mi madre falleció de cáncer. Nunca manejó un Mercedes, tampoco conoció Grecia. Le hubiese encantado.