El “primer Wittgenstein” –tal como se conoce al período en el que el lingüista, filósofo y lógico austríaco escribió y publicó el Tractatus logico-philosophicus en 1923, y del que se arrepintió al final de su vida– es el que contiene la frase ya conocida “Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Esa coincidencia, aquello que comparten el mundo, el lenguaje y el pensamiento, es la forma lógica, gracias a la cual podemos hacer figuras del mundo para describirlo. Pero, en todo caso, hay que esperar al segundo período del filósofo que nació en 1889, en el que postula que ese lenguaje descriptivo, la totalidad de las proposiciones significativas, no es suficiente. El lenguaje se expresa en una pluralidad de distintos “juegos de lenguaje”, en los que lo descriptivo sería una función; pero sólo una. Citar a Ludwig Wittgenstein, pensador de estas cosas del lenguaje hace más de un siglo, para hablar de la muestra de Fabio Kacero es tan indispensable como antojadizo. Proponer esta lectura para su desarrollo artístico de la última década, pensarlo a la luz de una teoría lingüística, es casi indispensable. Porque Kacero en Detournalia, la muestra que se exhibe en el Museo de Arte Moderno con la curaduría de Rafael Cippolini, no hace sino volver a decir con sus obras estas mismas proposiciones.
En el nombre de la muestra está la clave de entrada y la primera obra oficia como guía para un recorrido fascinante sobre lo que es capaz de hacer (y pensar) este artista nacido en 1961. Detournalia, término que no existe pero que podría traducirse como “territorio de desvío” en una apropiación del francés détours, y que también resuena como Saturnalia, donde lo que se celebra no es el nacimiento del Sol ni de Saturno, sino una festividad del lenguaje, muchas veces jocosa y desfachada. Un listado de palabras inventadas que el artista escribe cada día para que los límites de su lenguaje sean, efectivamente, los de su mundo.
En esta instalación hay sólo 26.600 vocablos prolijamente escritos sobre unos bancos blancos y altos. Por ella, un poco a oscuras nos metemos al mundo Kacero que nos ilumina con los más preciosos “juegos del lenguaje”. Porque en la exhibición hay que suspender las certezas para que la ambigüedad, el desajuste, la ucronía y la inestabilidad hagan lo suyo. Cada una de estas palabras-fuerza hará lo propio en cada obra. No importa si es una pintura, una instalación o un video. El principio y el fin, no se trata de eso. Sí de canciones que lee él mismo y un texto de un crítico adverso que se vuelve canción en un video que recrea su performance El muertito. Para hacerse el vivo y arrancarnos una sonrisa con los desarreglos temporales, con el almuerzo con Sacha, mientras él come y la chica no, con las tapas falsas de libros que nos encantaría leer. Si él los escribiese. Tal como lo hizo con Salisbury, el libro de cuentos que editó por Mansalva. Y que está ahí para ser leído en un cómodo sillón, que en el espacio del museo se vuelve obra visual y sigue siendo libro. Porque además está Cast/K, que son los títulos finales de una película que no existe pero que recupera cada uno de los nombres de las personas que conoció Kacero. Pasan en la pantalla, duplicados como actores de ese film, en un continuum infinito: cada dos años la obra es corregida y aumentada con la incorporación de nuevas “celebridades”. Ese ejercicio de duplicar es coincidente con otro: la caligrafía de Borges se replica en un manuscrito que copia Pierre Menard, autor del Quijote. Ese exacto cuento, como ensayo sobre el plagio, adquiere en el gesto de Kacero una relevancia inusitada. ¿Cómo citar a Borges sin caer en las fórmulas gastadas de su estilo exquisito? O lo que es más notable y difícil: Kacero encuentra cómo escribir después de Borges. Y su respuesta no es literaria sino literal, y por lo tanto, perfecta.