Ciento treinta millones de libros impresos en casi seiscientos años de imprenta. A razón de 226,876 por año, 621 por día, 25 libros por hora, casi medio libro por minuto. Y contando. ¿Sabía realmente Gutenberg lo que estaba inventando? Estaba inventando el infinito.
Estaba mecanizando lo insondable y creando la angustia de ya no poder leerlo todo. Gutenberg, que simplemente le puso tipos móviles a un invento chino, fue sin embargo el inventor de muchas otras cosas.
O mejor dicho, no fue él. Fueron los gutenberguianos, una legión discreta que esparció la enfermedad de las letras por todos los rincones del mundo. Fueron ellos, los gutenberguianos, los primeros enemigos de la página en blanco y los responsables de la propagación de los signos de puntuación; los inventores de los párrafos y de los números de página.
Y también fueron ellos, los gutenberguianos, los inventores de las cuartillas, la encuadernación y los estantes de las bibliotecas. Porque todo aquello ya estaba allí, sin saberlo, durmiendo su sueño de futuridad en el vientre de una imprenta mal atornillada que, hacia el 1449, impregnó de tinta el Misal de Constanza, el primer libro impreso que se conoce.
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