CULTURA
ritos ancestrales

El origen de la Navidad

Las raíces de la festividad del 25 de diciembre se hunde en el seno de los cultos antiguos. La Navidad es un rito de etiología pagana bajo ropajes neotestamentarios. Ignoramos cuándo nació Jesús, pero conocemos con exactitud la fecha de su muerte: eso se debe a que los judíos no festejaban los cumpleaños, por lo tanto carecemos de los registros de nacimientos. Sergio Fuster explica cómo es que hoy la Navidad conforma una parte coyuntural de la liturgia de la cristiandad y de nuestras costumbres sociales.

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El natalicio de Cristo es una festividad religiosa que se celebra el 25 de diciembre en la órbita cristiana; sin embargo, sus raíces no son bíblicas, sino que se hunden en el oscuro seno de los cultos antiguos. Durante los primeros siglos hubo un sincretismo de la Iglesia primitiva con elementos egipcios, neoplatónicos y mitraícos. Por consiguiente, la Navidad es un rito de etiología pagana bajo ropajes neotestamentarios. Lo cierto es que ignoramos cuándo nació Jesús, no así la fecha de su muerte (14 de Nisan del 33). Esto se debe a que los judíos no festejaban cumpleaños, razón por la cual no conservaban estos registros. Entonces, ¿cómo es que hoy conforma una parte coyuntural de la liturgia de la cristiandad y de nuestras costumbres sociales?

Durante el siglo IV, el emperador Constantino el Grande, quien reverenciaba al sol, se convierte al cristianismo, dando como resultado un giro inevitable en el corazón de la Iglesia. Roma, el clásico “enemigo de Dios”, se transforma ahora en un instrumento de salvación, preparando el regreso del Mesías al final de los tiempos. En realidad Constantino, ante un imperio que estaba francamente en decadencia, utilizó esta fe rural fuertemente extendida entre las clases humildes para conservar el poder. Lo que requería nuclear a una enorme cantidad de pueblos disímiles bajo una doctrina común. El monoteísmo era apropiado y las núminas politeístas serían leídas ahora bajo las figuras de los santos mártires. Cristo, quien para entonces ya tenía estatus divino, debía amalgamarse con los movimientos circadianos, de igual manera con rituales ajenos, siendo así viable como adoración oficial. En otras palabras, la máscara cristiana que hoy vemos es, en realidad, la herencia de credos pretéritos que se han conservado dentro del mundo occidental. 

Para los pueblos arcaicos diciembre era sagrado. En Egipto se conmemoraba la transfiguración de Osiris en su hijo Horus. Asimismo, entre los romanos, aunque con otro sentido, se llevaban a cabo las Saturnalias, una juerga dedicada a Saturno que se festejaba del 17 al 23 del mismo mes. Por otra parte, el dios persa Mitra era asesinado el día contiguo, el 24 a la noche, y renacía a la mañana siguiente trayendo bendiciones. Mito que estaba plasmado en el drama de sacrificar un toro (sugerentemente análogo al “cordero pascual” crucificado y su revivencia posterior). En concreto, desde el punto de vista del hemisferio norte, la Navidad se celebra durante el solsticio de invierno. Es el período más oscuro, donde las sombras vencen a la luz. La estrella asemejaba morir al agotar su potencia, mientras sorteaba misteriosos peligros en el inframundo y, al amanecer, se temía por su extinción. Al alba todo era algarabía. Esa jornada era sacra, era el Natalis Solis Invicti (natividad del sol invicto) y se renovaba la vida. La importancia del astro rey era tal que se entendía muy bien con la experiencia monoteísta y el dios Febo (El-Gabal sirio) fue incorporado naturalmente al Cristo cósmico.  

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Esto último tiene que ver con el árbol navideño. Entre los pueblos nórdicos se quemaban árboles cuyas luminarias servían mágicamente para animar el renacimiento solar. La práctica de “encender luces” sobre los follajes era para infundir fuerza a los cuerpos celestes, para que recuperaran su brillo, lo que dio como consecuencia la asimilación crística con el ciclo de la vegetación. El árbol es rico en hierofanías. Por su forma y modalidad, es símbolo ideal de la existencia. Por perder hojas y renovarlas en primavera, es sindicado al triunfo sobre la muerte. Ya encontramos bajorrelieves entre los asirios de la planta sagrada en el palacio de Asurbanipal II. En Babilonia fue visto bajo el signo tau o “la cruz”, que representaba a Tammuz, el héroe que era sacrificado en un madero. En la Edad Media el leño cortado era parte del impuesto que el vasallo debía pagar a su señor. En Pascua se exigían huevos; en Navidad, leños. Este debía mantenerse avivado en los hogares durante esa noche, caso contrario era signo de desgracia. El carácter alegre y festivo que hoy tiene se lo debemos en parte a las intervenciones monárquicas inglesas además de la literatura, como la de Charles Dickens o Antón Chéjov, entre otros. A través del protestantismo, dicha costumbre se traslada a América del Norte. Para 1850 en Nueva York los pinos navideños se alumbraban a gas haciendo halagos de las nuevas industrias, y así fueron adquiriendo fama mundial. 

Otra creencia herética que sobrevivió hasta nuestros días es la visita de una entidad llamada San Nicolás. En Alemania existía la costumbre de colocar obsequios en las casas porque se creía que esa noche vendría un ser diabólico para asesinar a los niños. No obstante, en el acervo cristiano se lo asocia con el obispo Nicolás de Licia. Hombre famoso por su generosidad y por otorgar dones. Pero lo más probable es que esta imagen fuera inspirada en Odín, una deidad que resucitaba entre diciembre y enero, y al cabalgar por los cielos los vientos que levantaba fertilizaban los campos. 

Este es solo un breve repaso para que tomemos nota de que no todo lo que practicamos en las religiones tradicionales es lo que parece. En Navidad, bajo figuras amables y fastas, estamos en realidad rindiendo piedad a espíritus primitivos que esconden rostros maléficos. Carl G. Jung nos hablaba de arquetipos que repetimos constantemente sin que lo notemos. Ninguna configuración espiritual es pura. De alguna manera, lo terrible convive entre nosotros bajo una era que se jacta de ser secular, racional, técnica y científica, pues aún practica ritos ancestrales que en el fondo no puede superar, guardando una necesidad de contactar con lo invisible. Quizás porque el hombre es el único ser que tiene conciencia de la finitud y del sinsentido, es que, a pesar de su omnipotencia, siempre sucumbe inclinándose ante el enigma de lo trascendente.

*Teólogo, filósofo, escritor y periodista. Su último libro es Pasión y muerte de la historia (Antigua, 2022).