Por poco que se piense, por más que no se quiera o se quiera lo contrario, es difícil y requiere de ciertas precauciones evitar el lado crítico y hasta subversivo de la filosofía. Desde Sócrates en más, aunque de modo inestable, la vocación del pensamiento filosófico ha consistido en poner en entredicho lo establecido y el sentido común, las creencias y los poderes más irrebatibles, lo dado como verdad o evidente eo ipso, el arte o el conocimiento científico, y lo que es peor, la realidad misma. Todo eso, además, sin contar con ningún recurso para dirigir, orientar o morigerar la recepción e interpretación de sus argumentos, conceptos, descripciones y cuestionamientos. En una palabra, para controlar (el ejemplo socrático es suficiente) las consecuencias, deseadas o indeseadas, del propio discurso una vez que se ha difundido en el mundo. Si se presta atención, son mayoría los grandes filósofos que, para poder pensar, han dejado en suspenso los posibles efectos de su pensamiento en el resto de la humanidad, e incluso algunos pagaron un alto precio por esa imprudencia.
Claro que existen muchas buenas razones para no dejarse llevar por la vocación crítica e insurrecta de la filosofía, las cuales sería ocioso enumerar, solo que no siempre es posible. De hecho, muchos pensadores notables no han podido sustraerse a la tentación irresistible, como dice Hegel en el prólogo a La fenomenología del espíritu, de poner el mundo al revés, o lo que es lo mismo, de tratarlo como algo contingente e ilusorio (lo que también, por un movimiento de reflujo, puede decirse de la filosofía). Entre los filósofos, de cualquier manera, hay quienes aceptan el desafío de discutir lo indiscutible, y no tanto a causa de su genio malo (que tampoco falta a la cita) o del contexto social e histórico en el que vive (también influyente) sino de aquello que le da que pensar, de un problema o de una falta de problema en algún asunto que juzga relevante o de vital importancia y que ha sido excluido, impensado o ingenuamente planteado.
Si hay un filósofo que pueda dar cuenta de este pathos, al menos en el siglo XX, ese es Ludwig Wittgenstein (1889-1951), uno de los nombres más destacados y singulares del denominado “giro lingüístico”, bien que varios años después de su muerte. Aparte de los textos que escribió, la mayor parte publicados en forma póstuma, con excepción del Tractatus Logico-Philosophicus (1921) elogiado y malinterpretado por Bertrand Russell (mentor de Wittgenstein), hay algunos datos biográficos que lo confirman. En primer término, el inconformismo respecto de la mentalidad y los protocolos de la filosofía académica, que lo llevó a retirarse de la Universidad de Cambridge en varias ocasiones, hasta finalmente abandonarla. Luego, los aislamientos intermitentes y prolongados en una cabaña en Skjolden, un pueblo noruego junto al fiordo de Sogne, durante los cuales revisó y modificó totalmente las ideas del Tractatus, lo que se conoce como el “segundo período”. Por último, la renuncia a la parte que le tocaba de la cuantiosa herencia paterna, que quizá sobre todo revela su malestar ético – las notas en los diarios lo probarían – con una época terrible dominada por la ideología del progreso.
Wittgenstein era el hijo menor de uno de los magnates más ricos de Europa, un industrial del acero de origen judío que hizo una ingente fortuna ya en tiempos del Imperio austrohúngaro. La familia Wittgenstein, radicada en la decadente y refinada Viena, estuvo profusamente vinculada al ambiente artístico vienés desde mediados del siglo XIX y, más todavía, cuando Leopoldine Kalmus, madre de Ludwig, hizo de su lujosa residencia un templo de la música visitado por Brahms, Gustav Mahler o Richard Strauss. El padre, Karl, era un coleccionista de arte y, además de ejercer el mecenazgo, financió el Edificio de la Secesión (construido para exponer las obras de los artistas del Jugendstil) que expresaba el movimiento modernista austríaco conducido por Gustav Klimt, autor del retrato de bodas de Margarete, la hermana más afín a Wittgenstein. Hans, uno de los hermanos mayores, a los cuatro años componía sus propias obras y no tardó en tocar con maestría el piano y el violín. Paul, el mayor, fue un reconocido intérprete de piano que perdió el brazo derecho en la Primera Guerra. El Concierto para la mano izquierda de Ravel le está dedicado.
Curiosamente Wittgenstein cursó los estudios secundarios, en la escuela de Linz, junto a Adolph Hitler, que por entonces quería ser pintor. Después estudió ingeniería en Berlín y aeronáutica en Manchester, mientras crecía el interés por la filosofía. Así que en 1911 se inscribió en Cambridge para estudiar con Bertrand Russell por consejo de Gottlob Frege, uno de los lógicos más brillantes del siglo pasado, a quien visitó en Jena para darle a conocer un borrador de un libro de filosofía con el que había trabajado en Manchester y que Frege, por supuesto, descalificó. Russell era catedrático de Lógica Matemática del prestigioso Trinity College y ya gozaba de fama internacional y, como se ha señalado muchas veces, la relación con Wittgenstein fue harto complicada para ambos. Más fructífera y auspiciosa fue la amistad en el círculo de Cambridge con el filósofo G. E. Moore (amigo de Russell) y los economistas John Maynard Keynes y Piero Sraffa, este último un marxista próximo a Gramsci que no dejaría de ejercer cierta influencia en el tránsito wittgensteiniano al “segundo período”. En 1913, durante el primer viaje a Noruega, se consagró a trabajar en lo que más tarde sería el Tractatus, y decidió recluirse por dos años en Skjolden, aquel paraje remoto del territorio noruego, con el fin de realizar sus investigaciones lógicas apartado de Cambridge.
Al estallar la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein se enroló voluntariamente como soldado raso en el ejército austríaco y continuó escribiendo el Tractatus en los frentes de batalla. En 1916 anotó, en el diario que llevó durante la guerra, que su pensamiento se había desplazado de los fundamentos de la lógica a la esencia del mundo. Poco después de terminar el libro, en 1918, los italianos lo tomaron prisionero y lo recluyeron en Cassino. Al ser liberado, al año siguiente, Wittgenstein resolvió convertirse en maestro de escuela y, de regreso a Viena, cursó velozmente los estudios de magisterio, renunció a la herencia paterna y se negó a residir en la fastuosa casa familiar. De alguna manera consiguió que lo enviaran a un pequeño pueblo rural en el sur de Viena. Sin embargo, ni sus procedimientos docentes ni su carácter se adaptaron el ambiente sencillo y conservador que lo circundaba. En 1921, pese a todo, publicó el Tractatus. Finalmente, emigró por diferentes pueblitos de la zona a lo largo de cinco años, con la esperanza de encontrar un contexto más adecuado para concentrarse en su actividad filosófica, sin suerte.
En 1926 Wittgenstein volvió a Viena, desanimado y perturbado por su mala experiencia como maestro rural. Al principio trabajó de ayudante de jardinero, hasta la muerte de su madre. Después se dedicó a la construcción de una casa –hoy conocida como la Casa Stonborough, en Viena– para su hermana Margarete, junto al arquitecto Paul Engelmann. Se reintegró a Cambridge en 1929 y en junio de ese año obtuvo el doctorado en filosofía simplemente presentando como tesis el Tractatus ante un jurado compuesto por Russell y Moore. Un año más tarde apareció la primera edición bilingüe (alemán e inglés) en la editorial Kegan Paul de Londres, con una introducción de Russell, que ha juicio del autor (Wittgenstein) malinterpretaba el contenido del libro. A partir del renovado respaldo de su mentor e intérprete (Russell), comenzó a dictar clases y seminarios en las aulas de Cambridge. De cualquier manera, fastidiado del ambiente académico, en 1936 regresó a la cabaña que había construido en Skjolden para comenzar a trabajar en su segundo gran libro, las Investigaciones filosóficas, inicialmente durante un año y medio, con interrupciones para viajar a Rusia y visitas cortas a Cambridge.
Por entonces la anexión de Austria a la Alemania nazi, siguiendo el consejo de Sraffa, lo impulsó a solicitar la nacionalidad británica y un contrato de profesor en Cambridge. A principios de 1939, ya como ciudadano británico, lo eligieron catedrático. Ese mismo año viajó a Berlín, Viena y Nueva York con el fin ayudar a su hermana Margarete a conseguir un acuerdo con los jefes nazis para que su familia fuera excluida de las leyes raciales. En 1941, a disgusto en la universidad y ansioso de participar en la Segunda Guerra, ingresó como ayudante de enfermería en el Guy Hospital en Londres. Más tarde fue trasladado a Newcastle. En 1944 retornó a Cambridge, donde se le concedió una licencia para concluir su libro, para lo cual residió en Swansea (Gales) y no volvió hasta 1945. A los dos años Wittgenstein renunció a la cátedra, abandonó la enseñanza académica y se fue a vivir a Irlanda. En 1949, antes de viajar a los Estados Unidos (su último viaje), estuvo en Cambridge para hacer mecanografiar el manuscrito en el que había trabajado los últimos tres años, conocido como la segunda parte de las Investigaciones. Poco después, murió de cáncer de próstata en casa de su médico, en la cuidad de Cambridge.
El único libro que Wittgenstein publicó en vida, el Tractatus, elaborado de centelleantes aforismos y organizado según un sistema de números de hasta cuatro decimales, es ciertamente uno de los libros más raros de la historia entera de la filosofía, lo que explica la admiración y el equívoco del logicismo de Russell y del positivismo lógico del Círculo de Viena, que no comprendieron, ni por aproximación (Wittgenstein tenía razón), el núcleo ético de la obra: el corte irreductible entre lo que puede decirse y lo que no puede decirse. La finalidad del Tractatus consiste en el análisis del lenguaje para delimitar la esfera de su validez, esto es, solo en la ciencia natural. Las ciencias formales, la lógica y la matemática, no dicen nada acerca del contenido del mundo, y precisamente por eso, como no se refieren en realidad a ningún hecho, pueden proyectar la forma lógica del mundo de modo figurado, haciendo figuras, lo que hace posible que las palabras figuren el estado de las cosas mientras las proposiciones figuran los hechos. Más allá de esta función “pictórica” del lenguaje, se extiende indefinidamente lo indecible, (lo “místico” dice Wittgenstein), lo no figurable, lo no expresable por las estructuras simbólico-formales de la lógica. De modo que se establece un límite infranqueable entre aquello que puede decirse y lo que solamente puede ser mostrado. Ese es el sentido de la célebre proposición séptima del Tractatus: “De lo que no se puede hablar hay que callar”.
Para el Wittgenstein del “primer período”, las tautologías de la lógica eran la única posibilidad de salvar a la filosofía de los disparates de la metafísica y, también, a la religión, la ética y la estética de lo que puede ser dicho o figurado en las proposiciones lógicas, en cuanto arcanos de la región de lo inefable. En el Tractatus, la lógica es el reino estricto de lo necesario en general y todo lo demás pertenece al accidente, por ejemplo las leyes de la ciencia natural, las cuales enuncian cómo son las cosas. Con lo que no explican a estas sino hacen una síntesis y, en consecuencia, se mueven en el campo de lo contingente transitado de una contingencia a otra, sin fin. Esto no quiere decir que la ciencia no explique nada. Significa que no lo explica todo, salvo que se fundamente en algo inexplicable. La ley de causalidad no implica más que una forma de representar los hechos, de los cuales no dice nada. La ciencia mezcla lo empírico y lo no empírico, y cuando manifiesta algo acerca del mundo (la totalidad de los hechos, dice Wittgenstein) sus proposiciones resultan contingentes, pero cuando no dice nada se trata de formas de representación.
El Tractatus, entre otros asuntos, se aplica a develar la esencia de las ecuaciones matemáticas como método lógico, las cuales tampoco dicen algo acerca del mundo (o acerca de su forma intrínseca) sino que (y más no pueden hacer) muestran la lógica del mundo. En pocas palabras, la ecuación muestra que el término ubicado a la derecha del signo de igualdad (=) puede reemplazarse por el que está a la izquierda e inversamente. La ecuación no necesita verificarse en los hechos, desde luego, porque hace evidente la equivalencia al mostrarla. El Tractatus también invalida las lógicas jerárquicas de Russell y Frege, donde hay axiomas más verdaderos que otros que se obtienen de los primeros mediante ciertas leyes de inferencia. En cambio, según Wittgenstein, el razonamiento lógico tiene que realizarse únicamente a través de las relaciones entre las proposiciones, a partir de sus propios elementos de verdad, en la medida que todo axioma es arbitrario y las leyes de inferencia y las proposiciones deducidas no escapan a ello. Además, Wittgenstein sustituye todas las constantes lógicas (negación, conjunción, disyunción, adjunción, contradicción, bicondicional, etc.) con la barra de Sheffer: ( | ).
De cualquier manera, las Investigaciones dan un giro completo respecto de toda la máquina lógica del Tractatus, al punto de quedar este como un error y solo aceptable, con algunas reservas, como un “juego de lenguaje” más. Ese inconformismo es uno de los rasgos notables de Wittgenstein (y quizá el más notable), porque solo un gran filósofo puede refutarse a sí mismo y pensar de otra manera. La transformación del pensamiento wittgensteiniano, por otra parte, no carece de cierta influencia de Fritz Mauthner (mencionado en el aforismo 4.0031 del Tractatus, si bien no para elogiarlo), cuando en las Investigaciones compara el lenguaje con una ciudad y con un juego sometido a reglas o al afirmar que el significado de una palabra es su uso. En el parágrafo 7 aparece por primera vez la expresión “juego de lenguaje” con relación a los juegos mediante los cuales aprenden los niños la lengua materna, a los lenguajes primitivos, al acto de nombrar objetos y a la totalidad del lenguaje y las acciones con las que está vinculado. Más adelante, un “juego de lenguaje” se asimila a una caja de herramientas y tan diversas como las funciones de ellas son los usos de las palabras. Del mismo modo que hay diversos géneros de herramientas y disímiles clasificaciones de éstos, también existen múltiples “juegos de lenguaje”. La diferencia reside en el empleo de las palabras.
Para el Wittgenstein del “segundo período”, que devasta el prestigio del Tractatus y la teoría “pictórica” de la proposición, un lenguaje supone una actividad o una forma de vida según los innumerables variedades de empleo de lo que se denomina “signos” o “palabras”. Los “juegos de lenguaje” envejecen y caen en desuso y otros, a su vez, nacen. Las Investigaciones dan algunos ejemplos de ellos: impartir órdenes y actuar siguiéndolas, describir un objeto por su apariencia o por sus medidas, fabricar un objeto de acuerdo con una descripción o un dibujo, relatar un suceso, hacer conjeturas sobre este, formar y comprobar una hipótesis, presentar los resultados de un experimento mediante tablas y diagramas, inventar una historia y leerla, actuar en teatro, cantar a coro, adivinar acertijos, hacer un chiste, resolver un problema de aritmética, traducir de un lenguaje a otro, suplicar, agradecer, mentir, maldecir, saludar, rezar y otros. A muchas acciones desiguales se les llama, por ejemplo, “descripción” de un cuerpo, de una sensación táctil, de un estado de ánimo. La regla de un “juego de lenguaje” varia con él y puede ser un recurso de la educación del juego o una herramienta del juego mismo o incluso una regla que no encuentra aplicación, ni en la instrucción ni en el juego mismo ni se consigna en un inventario de reglas. En ese caso se aprende el juego observando cómo juegan otros.
El Wittgenstein de las Investigaciones niega la existencia del lenguaje en general. En vez de indicar algo que sea común a todo lenguaje, piensa que no hay nada que reúna a los “juegos de lenguaje” en una instancia superior (un “juego de lenguaje” de todos los “juegos de lenguaje”) aunque admite que se relacionan de muchas maneras heterogéneas y por eso se los llama a todos “lenguaje”. De modo similar que los juegos (de tablero, de naipes, de pelota, etc.), los “juegos de lenguaje” no tienen entre sí nada en común sino sólo semejanzas y, a veces, hacen serie (y no siempre se trata de ganar o perder, como en los solitarios). Los parecidos entre los juegos –a gran y pequeña escala– aparecen y desaparecen en una compleja correlación de parecidos y parentescos que se yuxtaponen y entrelazan. No hay límite para lo que sea un juego, ya que no está delimitado absolutamente por reglas el juego con el uso de una palabra, así como tampoco hay ninguna regla para lo alto que se puede lanzar la pelota en el tenis, o con qué fuerza. Según Wittgenstein, una palabra es análoga a una pieza de ajedrez. La captación de una regla no tiene nada que ver con una interpretación, que se restringe a sustituir una regla por otra. Se logra, en cada caso, cuando se obedece la regla como una orden y también en la infracción de ella. Seguir la regla es una práctica, en el sentido de que no se la sigue si se cree seguirla.
En las Investigaciones, al contrario que en el Tractatus, el lenguaje funciona de muchos modos y no sólo para la finalidad de construir figuras lógicas sobre cualquier cosa o estados de cosas. El lenguaje es el vehículo del pensamiento y pensar no consiste en un proceso incorpóreo que dota de sentido al hablar. El discurso sin pensamiento y con éste, dice Wittgenstein, se debe comparar con la ejecución de una pieza musical sin pensamiento y con él. El acto de significación no concierne a la mente o a la conciencia (un sueño del lenguaje). La palabra “mente” designa aquello que se describe cuando aparece la imagen de la “mente”, pero no hay que preguntarse qué son las imágenes o qué sucede cuando alguien imagina algo, sino cómo se usa la palabra “imagen”. Es decir, no se trata de analizar un fenómeno (pensar), sino un concepto (el de “pensar”), y, en consecuencia, el uso de una palabra. El lenguaje corriente, ordinario, involucra todo lo que se llama “lenguaje”, y después otros lenguajes por similitud o semejanza. El parágrafo 569 lo dice muy claramente: el lenguaje es un instrumento. Por ello no interesa, a juicio de Wittgenstein, la explicación de un “juego de lenguaje” como vivencias de un sujeto, sino solo la constatación de “juegos de lenguaje” donde hay “sujeto”.
*Doctor en filosofía, profesor de UBA.
La era del kitsch (Alción Editora, 2021) es su último libro
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