Sobre el final del verano europeo, dos fenómenos de metamorfosis se ciernen sobre tierras irlandesas. El más antiguo y conocido es la abrupta decadencia de esos verdes prados cubiertos de ovejas hacia yuyos cobrizos que anuncian el cambio de estación. El otro, reciente y focalizado sobre un habitante de Dublín, consiste en la transformación de un modesto autor de novelas policiales llamado Benjamin Black en el altivo y sofisticado John Banville, uno de los mayores estilistas de la literatura actual en lengua inglesa. “La transición es de lo más sencilla.
Benjamin Black hace el trabajo diurno. Su responsabilidad es ganar un buen sueldo para que yo viva. Y me encantaría que lo siga haciendo”, dice Banville al principio de una entrevista con Perfil en la que habla de su oficio, de su último libro y de ese álter ego que a veces describe como su “mellizo idiota”.
El esquema es así: durante el año, Banville trabaja en “novelas serias” que firma con su propio nombre y que incluyen títulos como Imposturas (2002) o Antigua luz (2012), un denso continente de ficciones en las que los personajes secundarios de ayer reaparecen como protagonistas de libros posteriores y en los que Banville se luce con extensas descripciones de objetos y paisajes. Son libros que construye como un orfebre, que se leen despacito y que publica a intervalos que a veces llegan a los siete u ocho años. Pero en los tres meses del verano, Banville baja la persiana y se convierte en Black, autor de una popular saga de novelas policiales ambientadas en la tenebrosa Irlanda católica de la década del 50 y protagonizadas por un forense llamado Quirke.
Esos libros los publica desde 2007 a razón de uno por año. Este año incluso hubo una adaptación a la tele protagonizada por Gabriel Byrne y producida por la BBC.
La fama y el éxito le llegaron relativamente tarde a Banville (Wexford, Irlanda, 1945). El primer gran galardón que recibió fue el Booker 2005 por su novela El mar y aún se recuerda su proverbial modestia al decir que ya era hora de que “una obra de arte” ganara ese premio. Desde entonces es uno de los principales candidatos al Nobel. En octubre de este año también recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. “La verdad es que obtener premios es fantástico. Y estoy particularmente orgulloso de que me hayan elegido para el Premio Asturias. Pero está claro que los premios no alteran mi escritura. Si lo hicieran, la verdad es que estaría demostrando ser un escritor bastante malo”, cuenta, vía correo electrónico desde Dublín, este hombre que planea visitar la Argentina el año que viene.
“Me han dicho que es un país hermoso y fascinante y que Buenos Aires es una de las grandes ciudades del mundo. Por ahora sólo conozco a algunos de sus escritores: Borges, naturalmente, y Bioy Casares. También a Julio Cortázar y a mi amigo Rodrigo Fresán”, dice Banville, que en este 2014 publicó un curioso libro por encargo: los herederos de Raymond Chandler le pidieron que reviviera al detective Philip Marlowe y él se despachó con La rubia de ojos negros, el más banvilliano de los libros de Benjamin Black, en el sentido de que tuvo que salir de cierta zona de confort que le ofrecía su personaje, Quirke, para ponerse en la piel de uno de los detectives más famosos de la historia. “Todo tipo de escritura te enseña algo acerca de cómo seguir avanzando. Sentí placer al descubrir que podía imitar la voz de Chandler. Sin embargo, mi objetivo no era imitarlo sino más bien escribir algo que mantuviera el espíritu de sus libros. De cualquier forma, no soy yo quien debe decir si lo logré o no”, cuenta.
Aunque muchos ven en él a un heredero del Nabokov de Pálido fuego, un escritor para el cual el estilo va siempre por delante de la trama y cuyas referencias a la historia del arte o giros metaliterarios son admirados por la crítica, Banville siempre repite que como buen irlandés empezó a escribir después de leer al James Joyce de Dublinenses. “Sentado frente a la Remington de mi tía Sadie –contó en una entrevista con Paris Review– intentaba aprender a escribir y cincuenta años después sigo haciendo lo mismo”.
Tras un volumen de cuentos y un par de novelas de juventud, entre fines de los 70 y principios de los 80 publicó una trilogía basada en las vidas de tres grandes científicos: Copérnico, Kepler y Newton. El peso de la investigación histórica que le exigieron esos libros se volvió una losa que lo llevó a buscar un tipo de novela que le permitiera una libertad mayor. Así encaró su siguiente triología, Mefisto (1986), El libro de las pruebas (1989) y Fantasmas (1993), cuyos protagonistas son artistas e intelectuales.
Esa lección volvió a pasar por su cabeza mientras escribía su último libro, en el que tenía que retomar un personaje ajeno, con una biografía y una serie de tics predeterminados. “Chandler escribió un par de cartas muy útiles y exhaustivas a gente que le pedía información sobre Marlowe. Esas cartas fueron un material invaluable cuando emprendí esa tarea, pero tenía claro que de ninguna manera tenía que armar listas con esa información o nada que se le pareciera. Creo que eso es precisamente lo que mata a la ficción.
Flaubert presumía sobre la cantidad de libros que leyó mientras se preparaba para escribir Salambó y creo que, desafortunadamente, eso se nota. Es un libro que se tambalea por tener que acarrear el peso de las investigaciones del autor”, comenta Banville.
Uno de los rasgos más interesantes de su último libro, firmado como Benjamin Black, es que a pesar de ser en parte un material ajeno dialoga con su obra culta aún más que en las novelas sobre Quirke. Ejemplo: Banville suele decir que Imposturas, su novela sobre un famoso académico que ha vivido toda su vida bajo la identidad de un amigo que desapareció durante el Holocausto, es el mejor de sus libros. Y para La rubia de ojos negros rescató una figura muy parecida dentro del elenco de Chandler: un encantador estafador llamado Terry Lennox.
Lennox, un maestro del disfraz capaz de hacerse pasar por muerto, inventarse nuevas identidades y romperle el corazón a Philip Marlowe, sobrevuela toda la trama de La rubia de ojos negros. “Un amigo mío, el escritor argentino Rodrigo Fresán, insiste en que la única persona a la que Marlowe realmente amó fue Terry Lennox, y creo que tiene razón. Otro amigo mío señala que con ese personaje Chandler quiso hacer lo mismo que tantos escritores norteamericanos, incluyendo a algunos de policiales: reescribir El Gran Gatsby, que por supuesto es el clásico romance estadounidense moderno. Yo creo que la fascinación de Nick Carraway con Gatsby, una forma encubierta de amor, se parece mucho a la búsqueda de Terry Lennox por parte de Marlowe. Creo que de ahí viene esa maravillosa atmósfera de melancolía y nostalgia de El largo adiós, que, por cierto, para Chandler era el mejor de sus libros”, dice.
En la entrevista con Perfil Banville juega una y otra vez con su reflejo sobre la figura de Raymond Chandler. “El tenía orígenes irlandeses. De hecho, sus padres eran de la ciudad de Waterford, cerca de Wexford, donde yo nací”, cuenta sobre el novelista estadounidense que, según él, es uno de los escritores favoritos de Benjamin Black. “Fue más fácil escribir sobre Marlowe que sobre Quirke porque Marlowe es un personaje más redondo, terminado, mientras que yo aún intento averiguar quién es o puede ser Quirke. De todas formas, también me pasa algo parecido a Chandler: a veces sueño con matar a mi protagonista pero no termino de animarme, creo que lo extrañaría”, dice.
En casi toda su obra seria, pero sobre todo en el ciclo que inició durante la última década, Banville ha jugado con personajes al filo de la muerte. En Los infinitos (2010), la trama gira en torno a Adam Godley, un científico en coma al que rodean empleados y familiares. En la ya mencionada Imposturas, la joven Class Cleve lleva al lector literalmente a las puertas mismas de la muerte mientras que en Antigua luz (2012), su último libro, Banville recupera a esa heroína a través de la memoria de un padre dolorido por su suicidio. También el protagonista y narrador de El mar acaba de quedar viudo cuando empieza la historia.
Esta suerte de túneles que conectan a los personajes de distintos libros de Banville, su gusto por las trilogías o los ciclos de novelas, hacen pensar en un autor con un control absoluto de la dirección que toman sus historias, de los temas que va a tocar y hacia dónde van sus personajes. Sin embargo, al preguntarle por eso dice precisamente lo contrario. “Los mejores personajes son los que uno inventa por impulso, en el momento, ésa es la forma en la que sale lo mejor de la escritura de uno”, comenta.
La actitud de Banville hacia sus propios libros y su trabajo es una especie de yin-yang de modestia y arrogancia. Suele repetir que odia sus propias novelas, que lo avergüenzan. Sin embargo, también afirma que aunque para él no sean lo suficientemente buenas, son mejores que la del resto de los escritores de su tiempo. “Todos los escritores, en algún nivel, odian sus creaciones. Le ocurría a Chandler, cuya vida fue bastante triste al final. Bebía, sentía autocompasión, era la clase de escritor que se sentía demasiado bueno para Hollywood, pero a la vez gastaba los dólares de las películas mucho más rápido de lo que lograba ganarlos. También tuvo un matrimonio extraño y una viudez consecuentemente infeliz que conspiraron para robarle el sabor a su vida. La verdad es que siempre me dio mucha pena que él no reconociera su extraordinario logro, al tomar los esquemas de la ficción pulp y usarlos para hacer obras de artes”, dice.
En octubre, al recibir el Premio Príncipe de Asturias, Banville leyó un breve discurso en el que afirmaba que la invención más trascendental de la historia había sido la frase: con la frase se declara el amor y la guerra, se escriben las leyes y se construyen grandes civilizaciones. “Han existido grandes civilizaciones ignorantes del concepto de la rueda, pero poseían la frase”, declaró en esa tarde española en la que concluyó diciendo que tras pasar una vida batallando con las frases, no podía “imaginar existencia más privilegiada”.
Pero ya se sabe, desde su refugio irlandés la mirada de Banville sobre su oficio se vuelve un poco más sarcástica y oscura. “No creo poder responder con claridad al respecto. Por las mañanas, cuando empieza el día de trabajo, escribir me resulta totalmente imposible. Pero al final del día, cuando uno fue capaz de armar un par de oraciones que quizás puedan sostenerse, se siente una cierta satisfacción. Como con el resto de las cosas de la vida, debo decir que mis sentimientos respecto de eso fluctúan...”, dice, a modo de despedida, John Banville.