CULTURA
ENTREVISTA A FELIPE POLLERI

La belleza de la oscuridad

Con casi veinte libros publicados, Felipe Polleri (Montevideo, 1953) se ha consolidado como una de las voces rioplatense más pertubadoras, rabiosas, alucinadas y antisistema, a la manera de Mario Levrero. Hace unos días pasó por Buenos Aires para encontrarse –en unas jornadas que llevaron su nombre– con sus lectores y editores locales, momento propicio para enhebrar esta entrevista que aquí reproducimos.

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Felipe Polleri. | Nestor Grassi

Montevideo de Isidore Ducasse, el divino Conde de Lautréamont, vuelve en la Montevideo de Felipe Polleri. Sitiada, cruel y degollada, ahora animalizada en la novedad de Los animales de Montevideo, del narrador uruguayo en Club Hem. Misterio, crueldad, paradoja y alucinación en el fracaso se suceden en esa máquina simultánea de escribir y leer que es Polleri, sin los meandros rioplatenses del pentagrama melancólico y tanguero. Porque en las novelas y cuentos de Polleri, el odio es en cambio el combustible para vivir de narradores quebrados, atormentados, con el látigo presto a denunciar el corral roñoso ajeno y propio. Esa ciudad horrible que Enrique Vila-Matas juega en el origen de la mejor literatura francesa en Montevideo (2022), con Polleri adentro del círculo central, y que sale a la mar amparada por un Dios Oscuro. “Para mí un verdadero escritor es ser un fracasado y desclasado. Es un tipo que se compromete mucho en juntar energía psíquica y es capaz de meterla en las palabras. Y que esa energía siga viva ahí. Y que pueda ser comunicada contra viento y marea”, lanza la primera pedradra contra el muro de la apacible tarde porteña, con aires punzó. ¡Viva la Santa Federación Polleri, mueran los domesticados escritores! 

“Todos mis relatos deben respetar cierta belleza que aprendí en la poesía”, advierte Polleri, a quien Elvio Gandolfo considera “una de las voces más originales y explosivamente filosóficas de la literatura rioplatense”. “Mis libros tienen que dar alegría estética. A pesar de que estés leyendo la cosa más espantosa, mi novelas y cuentos aspiran a la máxima belleza. Yo invito a los lectores a que suspendan sus propios prejuicios y entren en el juego. Porque al final todos tenemos nuestras ideas negras. Suspender tus prejuicios, la corrección política, y abandónate, que es solo una novela. Es un poco el secreto de la novela sobre Baudelaire; a quien llevo a Montevideo, al igual que el resto de mis personajes y tramas. O los europeos de ‘¡Alemania, Alemania! Desgraciadamente para ellos, je. Mi obra busca la belleza de la oscuridad’”, sintetiza Polleri, quien viene de un noble abolengo, un abuelo presidente de Peñarol y que a él “hinchaba mucho los huevos hasta que me escapé de la mesocracia de Pocitos”, sentencia. La inocencia (2008) es el ajuste de cuentas con aquella época de tías terribles, retazos psíquicos y biografemas que mellan, “porque cuando cerrás la puerta a la biografía, entra por la ventana”, afirma. 

—Y sin embargo la oscuridad se hace luminosa en “Los animales de Montevideo”, que es una novela de amor, ¿lo cree Polleri?

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—Sí, amor, en todas sus formas. Por eso rescaté Amanecer en Lisboa (1998). Es una pequeña obra inspirada en Fernando Pessoa. Y la metí porque sintonizaba muy bien con la novelita de amor de estos animales en Montevideo. Y porque sé que todo lo que escribo se une, viene del mismo lugar. Se une a mis espaldas. 

—¿Toda su obra en una misma espalda, en un mismo libro?

—Siento que escribo el mismo libro porque viene del mismo lugar: mis obsesiones. Yo creo que los artesanos pueden escribir cualquier porquería; pero los artistas solo escriben una sola cosa, y eso son sus obsesiones. Tengo miles de delirios pero siempre termino en aquellas cosas que tienen que ver con un mundo que amenaza al individuo. Y mis libros canalizan una resistencia al orden de las cosas pero no en catarsis, ni de manera de exorcismos. 

—Como en Lautréamont, hay una pulsión animal que embebe las escenas, ¿es un atisbo reflexivo de nuestra materialidad humana?

—Más bien ir al animal me permite sacarle importancia, por más que critique a la ciudad que vivo, o a los estamentos hegemónicos sociales. También sirve para que la humanidad del protagonista se vea disminuida, junto con la de los demás. Me interesa sacar la careta de esa especie de dignidad que todos pretendemos. Y revalorizar el instinto animal que el humano solapa y que es una fuerza inusitada. También ponernos en animales posibilita hablar sobre el sexo sin norma. Somos animales que imaginamos, que pensamos, repito de Stanisław Lem. En verdad, no admitimos que nuestras decisiones son más instintivas de lo que podríamos reconocer.

La risa infinita y cruel 

El mundo es un hospital donde cada enfermo está poseído por el deseo de cambiarse de cama, spleen de otro divino, Charles Baudelaire. En Polleri podríamos decir que más que un hospital es un circo o un manicomio y, contado en el banquito del domador/payaso diabólico de múltiples máscaras, con un gran sentido del humor. “Yo me río en principio de lo que escribo. Ya voy escribiendo y me voy riendo. Utilizo mucho el humor negro. Claro que a veces, escribiendo, también me amargo. Yo creo que mi literatura tiene puntas muy delirantes”, remata mientras echa y echa cucharadas de azúcar a su pocillo. Quince para matar el amargor. Y se prende otro cigarrillo 57. 

A las pruebas nos remitimos y vamos a la galaxia no muy lejana de Polleri, “Soy un elefante o un gorila, pantera, cocodrilo, papagayo, chimpancé, toro, etc., etc. En realidad, no tengo otro cuerpo que el elegido por mis emociones contradictorias, locas. Mi cabeza, sola y lejos, como decapitada, elige el animal del día. A mis espaldas me elige ballena o elefante, ratón o cocodrilo”, en la entrada trigésima segunda de Zoo de papel, en Los animales de Montevideo. Editado originalmente en 2015, mereció del ensayista Rubén Arribas la siguiente boutade: “No lo sé con exactitud, y no sé si quiero saberlo (con milimétrica exactitud, digo). Es más: juraría que tampoco sirve de mucho saberlo, que eso sería como preguntarle a un cuadro de Málevich por su argumento”, cerraba quien integró Imborrables (Club Burton 2021). Allí señala las especifidades realistas, la riqueza simbólica, las luminosidades taimadas y el libertinaje en géneros de Polleri, más cercano a las perversiones del Bosco, que a las sutilezas del pintor ruso. Un realismo desacatado que aprendió de su maestro y amigo Mario Levrero. 

—Poco tiene que ver el narrador del fabuloso cuento “Nuestro iglú en el Ártico” con usted. ¿A qué se debe la consideración suya de Maestro Levrero?

—Mario no es maestro en el sentido literario sino en la idea de lo que debe ser el escritor . Mario escribía lo que quería él, nada para otros, ni siquiera al lector. Entonces es mi ejemplo de rigor, de vocación, y un modelo que tuve a diario durante treinta años. Y un montón más ya que Mario fue un padre de la patria de la literatura en Uruguay. 

—¿Padre de la patria literario?

—Era el prototipo para la gente que quería escribir pero no para la crítica, la academia o el mercado. Era el antisistema total. Modelo de los que no querían ser Juan Carlos Onetti, el más venerado pero al menos leído; ni el correcto Mario Benedetti, ni el seductor Eduardo Galeano. Yo creo que aún le tienen bastante rencor. Mario vivió sin un puto peso hasta que se murió. Recién cuando falleció fue Levrero, el gran escritor uruguayo de La novela luminosa. Pero allá es así, ni al Estado ni a la gente le interesa la cultura como acá. 

—¿Cuál era la devolución de Levrero de sus textos?

—Llevaba mis primeros escritos, yo aún trabajaba en la Biblioteca Nacional de Uruguay, y Mario gritaba que estaba todo mal. Y que si seguía escribiendo como el ojete no me iba a leer. Algunas veces llevaba páginas que lo asustaban, y me preguntaba si tenía un preconsciente tan podrido, je, pero nunca dejó de pincharme. Y si alguna vez publiqué, ya llevo casi veinte libros, fue gracias a esa insistencia de Levrero. 

“La literatura uruguaya no existe”. Dispara desenfadado e inadaptado en una línea que podría desjarretar su Antoine apaleando la Remington de Roberto Arlt, “La literatura uruguaya es gente distinta que escribe. No hay una tradición de literatura como la argentina, que moderna empieza con Jorge Luis Borges. Básicamente porque no están los estímulos simbólicos o monetarios. Pensá que por eso muchos escritores uruguayos se vinieron a Buenos Aires, Horacio Quiroga, Onetti, Levrero”. Y encuentra en la cercanía lingüística el único denominador común, “porque en rioplatense hablamos solamente en Buenos Aires y Montevideo. 

La literatura en español fue un singular espejo porque entre nosotros el espejo nunca fue España. El espejo fue más bien un charco marrón (risas). Si querías leer buenos escritores allá, en español, debías irte hasta el Siglo de Oro, que no sirve para nada; o encontrarte a los argentinos”, relampaguea quien del canon del otro lado del Río de la Plata recupera al poeta Romildo Risso, el poeta yupanquiano de Los ejes de mi carreta. 

La canción siempre es la misma 

Atronaba sabio Led Zeppelin en las pantallas del porteño cine de Avenida de Mayo de los 80, con un circo encantador de sabiondos y suicidas derrumbados en las butacas pringosas. Allí podría uno punkie cabecearse al Viejo de Los animales de Montevideo de Polleri. Que lo miraría con el mismo odio –nosotros rebeldes con el ticket Willy Wonka al Primer Mundo en los 90– que a los jóvenes uruguayos posfrentistas en los 2000, que hacen yoga y montan exhibiciones de arte conceptual en museos inodoros. 

El Viejo de Polleri sabe que la melodía es siempre la misma, que el libro, su libro, al igual que Alberto Laiseca, siempre es el mismo, sean cien o mil páginas, pero que siempre gusta, “Y me gusta lo que escribo porque me costó mucho. Estuve muchos años escribiendo horrores. Cosas malas. Persistí y pagué todos los precios que debía pagar. Estoy muy contento de haber ido a la garganta con mis relatos. Y desde aquella angustia, de por ejemplo no poder pagar las cuentas de mi familia. 

Laburé muchos años pero cuando dejé para dedicarme a escribir, exclusivamente, la pasé bastante mal”, cierra quien pone en molde las cosas mismas de la vida como pocos, el sufrimiento de “las facturas impagas, la suba del precio de las papas, las promesas rotas, los suicidios, la dentaduras postizas” 

Y un largo etcétera, su latiguillo preferido refuerza Elvio Gandolfo, y que funciona en sus densos relatos como su gran libro de los pasajes.  

Somos todos raros 

En Polleri, la metáfora, el pasaje, se convierte en metamorfosis, la repetición en desdoblamiento, la hipérbole en monstruosidades y la elipsis en decapitación. Para un lector poco afecto a las interpretaciones psicoanalíticas, el uso metafórico de su escritura en imágenes, no en frases ni en ideas, opera en la cancha lacaniana. La metáfora es goce. Puro y duro. “No le gusta el escritorio. Escribe y dibuja y pinta en el suelo, y come en el suelo: media docena de platos con restos de descomposición”, dicen del Viejo, uno de los personajes que podría salir a pasear y jugar en una novela de Osvaldo Lamborghini. 

—Si le digo que es un escritor raro, Polleri, ¿qué hace Felipe?

—Revoleo el cenicero. Eso de los raros es no laburar. Es no entrar en la especificidad de cada uno. Uno escribe una cosa; otros, otra; pero no hay semejanzas ni puentes. Con Marosa di Giorgio nos dimos la mano una vez, y con Mario Levrero fuimos muy amigos. Nada me une con ellos. 

Los raros –la vieja denominación para un lote variopinto de escritores uruguayos dada por Ángel Rama, en los 60– es pereza intelectual. Somos todos raros en Uruguay porque, de nuevo, no existe una literatura característica uruguaya.

—Recién hablábamos, Polleri, mientras comentaba las dulzuras del sistema sanitario uruguayo y el ascenso de la derecha, que se imaginaba a los 37 tirado en una zanja, ¿no reproduce el gastado mito del escritor maldito?

—Y es que tengo una versión romántica de lo que debe ser un escritor, en el sentido del escritor maldito. Pero nada de la idea romántica histórica sino más relacionado con el romanticismo concreto, de hacer una libro sin esperar ningún tipo de retribución social. Y que uno no importa mucho. Quedarán los libros que vos hiciste y nada más. Ni siquiera un proyecto narrativo, falsedad de los escritores de salón, sino solo libros y libros. Nadie te va a dar una medalla al valor. 

“No entienden por qué la ceguera, las llaves, la sodomía, los golpes, las escaleras, etcétera, etcétera, dijo. Solo pueden decir: cuando sea grande, como en todos mis sueños, grande y poderoso, invencible por fuera, adulto, pero con un niño loco adentro, un niño rabioso, un niño caníbal, un niño monstruo, cuando llegue ese día, dijo, dicen, o sienten, cuando llegue el Día. Dies Irae. Se rio, moviendo la cabeza”. Bienvenidos al Dios Oscuro y Maldito, un dios niño digno, réquiem verdugo y verdugueado, más que humano, de Felipe Polleri. 

 

Últimas crónicas bonaerenses pollerianas

Durante el último fin de semana de agosto, en Pucherito Libros de Villa del Parque, y en la Biblioteca Madre Teresa de Virrey del Pino, la cofradía argentina Polleri tuvo su tenida blanca con la presencia del “Gran Maestro” Felipe Polleri, y su esposa, María Laura Pintos. El Todo de Polleri, la escritora de la despostada Carnal (2011), entre otros poemarios, y cofundadora de la exquisita La Coqueta Editora. Con los anfitriones Ana Vivas, Ariel Luppino y Pablo Farrés, por primera vez en nuestro país, se reunieron escritores y lectores devotos por esos libros arrancados a garrotazos del averno montevideano.

“La escritura de Polleri te modifica, y desde la primera línea te muestra que las limitaciones son trampas propias. La escritura de Polleri te libera del mundo. La obra de Polleri es una obra de arte infinita”, comentó en las Jornadas Polleri Francisco Magallanes, el editor nacional de Club Hem, que publicó Gran ensayo sobre Baudelaire (2020) y Los animales de Montevideo (2023). Ambas publicaciones se suman a otras locales del uruguayo, ¡Alemania, Alemania! (2018) de Letra Sudaca, y La inocencia (2022) de Hojas del Sur. Tanto el editor platense como el escritor Luppino, autor de la máquina de guerra en forma de libro llamada Serbia o no Serbia (Hem. 2021), remarcaron la trascendencia internacional de Polleri, publicado en varios países de Europa y América, pese a ser considerado un escritor marginal. 

Y que el interés iba en aumento, más allá de la mención del novelista uruguayo en el último relato bibliófilo del español Enrique Vila-Matas, debido a que surge en el cul-de-sac una original “versión a escala a lo Balzac: una Comedia Humana uruguaya o rioplatense; o sea una Comedia Humana en miniatura pero perfectamente universal. En la interminable deriva polleriana presiona una vocación que, aunque esquizoide, no deja de resultar aguda, dolorosa, fatalmente realista”, reflexiona el escritor Antonio González Mendiondo. En los nocturnales porteños también emergieron los dibujos pollerianos de Manuel Estelles; y la impactante performance de la diseñadora y artista Clara Tapia, a partir de un fragmento filoso de Los animales de Montevideo. 

Dos días después cruzaron los límites de mi Buenos Aires querido de Felipe, y en La Matanza compartieron todos más charlas de literatura y vida, con el escritor Farrés y José Retik, éste autor del reciente Cine líquido (Borde Perdido Editora. 2022). Retik un especialista en estudiar la locura en la sociedad argentina. Algo en común con Felipe Polleri, desenterrador del charco marrón que nos refleja y refracta, “yo me comí a mí mismo, usando mis pies en forma de tenedores y mis manos en forma de cuchillos. Me comí a cuatro manos, hasta el último bocado: el que nació, yo, una vez que mis pies y mis manos volvieron a la normalidad, no es más que un doble.

”O, mejor dicho, un sustituto… la guerra, la muerte, empezó muy pronto”, en sueltos de Alemania, Alemania. O el exceso de vida que algunos llaman locura, otros la real realidad.