Si hay algo que se le debe reconocer a Horacio González, director de la Biblioteca Nacional, es la determinación con que llevó semejante monstruo de la burocracia a un lugar de referencia en el circuito cultural de Buenos Aires. En 2011 inauguró el Museo del Libro y de la Lengua, un complejo laberíntico que cuenta con un cómodo auditorio, así como con salas de exposición en varios niveles. Allí y desde septiembre se encuentra la última exposición del director de la Biblioteca (públicamente señaló que abandonará el puesto el próximo 10 de diciembre), titulada Galaxia Borges. Museo de la Eternidad. Si usted tiene niños o adolescentes cercanos en los que vislumbra cierto interés por los libros, tiene una oportunidad para que al recorrer la muestra, algo, un rasgo, ciertos vínculos, incentiven en el párvulo la afición por profundizar el placer de la lectura. En eso, y por su pequeño catálogo impreso como guía referencial, Galaxia Borges es muy recomendable. González desafía los condicionamientos que la docencia estructural encuentra en los nuevos no lectores, hijos de la inmediatez web, de los juegos electrónicos, de la falta de concentración, del consumo de idolatrías banales y efímeras. En sí, se enfrenta a la ausencia de lectura comprensiva, pensamiento abstracto y actitud crítica. Masivas dificultades que se expresan, de manera recurrente, a la hora de ejercer el voto.
La Galaxia Horaciana también desafía esa cuestión difícil que es el traslado de los códigos literarios a códigos de museo. ¿Con qué herramientas transmitir la experiencia estética de la lectura en términos que interesen a un lector en ciernes? A través de la utilización de herramientas multimedia, la exposición de objetos como instalaciones videográficas, aceptando la derrota de la intermediación de los sujetos de transmisión contemporáneos. Ahora, ¿eso es vanguardista? No, todo lo contrario, el efecto general es el de la resignación. La Galaxia Horaciana dice adiós admitiendo los elementos contundentes con que obra el enemigo del lector: la representación de la representación. O sea, la síntesis de un resumen de un párrafo apenas sugerido y del que se ignora todo su esplendor.
Pero no todo es un padecimiento sin fin. Lo galáctico remite a una huella digna de ser objeto de recuerdo del visitante: el catálogo, pequeño, de 72 páginas, es un lujo memorable. Se trata de un pequeño diccionario con definiciones de términos que remiten a lo borgiano. La pequeña publicación es un objeto o huella, y también desafío al administrador de la Biblioteca que llegue tras la etapa Horaciana: ¿cuál será la fracción de la Galaxia Borges que el sucesor expondrá como suya? Porque convengamos que este recorte alfabético es insuficiente, apenas muestra de la sabiduría que Borges pudo encontrar en la biblioteca de una Babel imaginada por algún escritor argentino que, es probable, aún ni siquiera haya nacido.
El recorte alfabético de González también habla de una necesidad intelectual de obtener reconocimiento entre los escritores (o entre los historiadores de la literatura estatal): Marechal, Piglia y Fogwill aparecen en el diccionario-catálogo. Pero no está Kafka. Tampoco Alberto Laiseca. Y aquí la falla estética. Aún recuerdo a Laiseca parado frente al féretro de Fogwill, en el velatorio en la mismísima Biblioteca Nacional. Desgarbado, en semioscuridad, el perfil de Laiseca sugería un diálogo con el silencio del gran irónico en reposo final. González: Laiseca es el último gran escritor nacional, y su novela El jardín de las máquinas parlantes es una nebulosa accesoria, paralela y necesaria a la borgeana.
Volviendo a la exposición. Para el lector que lleva al sobrino, o hijo, para que se tiente con la lectura, existen tres “espacios” de consideración. En el subsuelo se encuentran varios libros anotados por Borges, con caligrafía ínfima, a punto de fundirse con la pulpa del papel, huellas de insectos en un desierto de oriente. En la planta baja, inspirado en La invención de Morel, de Bioy Casares (tal vez la mejor tarea de edición de Borges sobre un texto ajeno), un espacio cerrado, paredes negras, con un maniquí de mujer y pantallas de distintos formatos reproduciendo lo continuo y el pasado de manera confusa. Ya en el segundo piso, la instalación artística circular Cuánto dura un minuto, que como respuesta del espectador genera: “Menos de lo que tardo en escapar a este espanto”. En su centro, algo de tierra en el piso y una pala. Símbolos de un entierro: el del último lector.