El primero de enero de este año se cumplieron dos siglos de la publicación de Frankenstein. La tragedia de Víctor Frankenstein, resumida en la figura aterradora del monstruo sin nombre y en la fábula moral sobre los límites de la ciencia, que penetró el tejido cultural de Occidente como pocas otras obras. De entre las razones del impacto profundo y duradero que ha tenido esta historia en el imaginario de tantas generaciones, las más importantes son seguramente las esquivas: miedos atávicos, curiosidad morbosa por lo fúnebre y lo deforme, y la conmoción ante la desgracia ajena que se manifiesta como pena, como alegría malsana (o como las dos a la vez). El destino aciago del creador y la creatura, toca las cuerdas de nuestros miedos más antiguos, pero también invita a pensar sobre la diferencia y la otredad, sobre la frontera entre la vida y la muerte, los riegos de la ambición profesional desmedida, el solipsismo y el narcisismo fatal del genio, y también respecto a la peligrosa osadía de la ciencia moderna, una ciencia sin Dios basada en la imaginación. Esta última veta ha despertado particular interés entre los críticos. Mucha tinta ha corrido sobre la verdad científica que informa la novela de Mary Shelley. Teofrasto Paracelso, Heinrich Cornelius Agrippa, Alberto Magno, los experimentos de Erasmus Darwin (abuelo de Charles), que –dicen– reanimaba gusanos muertos, y más. Una rama del saber científico que crecía a pasos agigantados en aquellos años del temprano siglo XIX, sin embargo, se suele dejar de lado, o a un costado, o a pie de página y esto es bastante sorprendente porque esta ciencia, que hoy conocemos como teratología, tiene como objeto de estudio, precisamente, a los monstruos.
En 1799, el padre de la teratología moderna, Étienne Geoffroy Saint-Hilaire (“el Linneo de lo deforme”), formó parte de la comitiva de hombres de ciencia que acompañaron a Napoleón en Egipto. Volvería a París con arcones cargados de fósiles y animales disecados, y desarrollaría su teoría de las causas de la deformidad en los seres vivos. Según Saint-Hilaire, la deformidad es una consecuencia natural de leyes que regulan el desarrollo del cuerpo y sucede durante la gestación. Su posición, epigeneticista, es la que había salido triunfante de la llamada “querella de los monstruos” unas décadas atrás, cuando otros, como el cirujano Joseph-Guichard Duverney, afirmaban que la deformidad responde a características intrínsecas a la simiente y al óvulo –características que preceden a la gestación y que demuestran, en última instancia, la variedad infinita de que es capaz la divina providencia.
Pero este debate tampoco era una novedad en el siglo de las luces y el interés por lo monstruoso, por lo deforme, por la variedad descollante de la naturaleza, ya estaba presente en los orígenes mismos de la ciencia moderna. En El avance del saber (1605), manifiesto y hoja de ruta de la ciencia experimental, Francis Bacon distingue tres grandes ramas del saber científico: aquella que estudia la naturaleza cuando sus reglas funcionan, aquella que estudia la naturaleza en sus desviaciones (la naturaleza descarrilada) y aquella que estudia la naturaleza manipulada y adulterada por el hombre. Mientras que la primera ha sido el objeto principal de la filosofía natural desde Aristóteles hasta el Renacimiento, dice Bacon, la segunda y la tercera han sido alevosamente ignoradas y es hora de refundarlas. A fin de estudiar las desviaciones de la naturaleza, recomienda Bacon, el hombre de ciencia debe recolectar la mayor cantidad posible de especímenes anómalos y de testimonios de casos de deformidad y monstruosidad. Este afán coleccionista coincide con la creación de los primeros gabinetes de curiosidades, que son el origen del museo moderno. Algunos de los más importantes embriólogos y proto-teratólogos de los siglos XVI y XVII, como Fortunio Liceti, Ulisse Aldrovandi, Ole Worm, eran también ávidos coleccionistas de curiosidades y amasaron importantes colecciones, parte de las cuales todavía se conservan.
Sería imprudente e impreciso postular que la revolución científica de la modernidad temprana inventó la ciencia de los monstruos, pero sí es cierto que entre los siglos XVI y XVII la manera en que se pensaba la anomalía fisiológica extrema dio un vuelco notable. Mientras que el medievo tendía a entender la deformidad de manera simbólica, ya sea como castigo divino por pecados cometidos, o como pronóstico de males por venir, en el siglo XVI aparecen los primeros estudios sobre el fenómeno que intentan desentenderse de la noción de castigo o presagio divino y aspiran a entender lo monstruoso como un fenómeno regido por leyes naturales. La primera obra donde claramente se ve este cambio de dirección tal vez sea el tratado del cirujano parisino Ambroise Paré, De monstruos y prodigios (1573). Paré continúa el trabajo de Jacob Rüff, cuyo Sobre el concepto y la generación en el hombre (1554) incluye un extenso capítulo sobre las causas de la deformidad. El francés, sin embargo, está convencido de que el tema amerita una obra entera y publica su tratado al tiempo que oficia de cirujano oficial para Carlos IX. A tono con la revolución baconiana –que Paré anticipa por casi treinta años siguiendo las huellas epistemológicas de Vesalio y de Copérnico– al cirujano francés le interesan la causa eficiente y material de lo monstruoso y deja de lado la noción de causa final, de propósito, o plan divino. El Renacimiento ya estaba eliminando a Dios de la ecuación de la filosofía natural.
La actitud desprejuiciada de Paré frente la individualidad excepcional tiene un interesante correlato en la obra de Michel de Montaigne. En su ensayo Sobre un niño monstruoso, y también en Sobre los caníbales, el padre del ensayo moderno admite que aquello que el hombre europeo considera monstruoso, o bárbaro, es simplemente lo desconocido, aquello a lo que no está acostumbrado, aquello que (todavía) no entiende. Estos ensayos de Montaigne son ilustrativos también de los dos grandes campos en que el mundo pre-moderno solía dividir la región de lo monstruoso: de un lado estaban los individuos monstruosos, especímenes excepcionales que se diferencian brutalmente de los otros individuos de la misma especie. Del otro, las especies monstruosas. Al primer grupo pertenecen los individuos que sufren casos severos de deformidad física. Estos, si bien son raros, forman parte del mundo conocido. Los segundos, las especies anómalas, están en los confines del mundo, en tierras ignotas e inaccesibles; y sabemos de ellos gracias a las crónicas de viajeros que se aventuraron hasta allí. Herodoto refiere que en África hay hormigas grandes como lobos y una tribu de hombres sin lenguaje que chillan como murciélagos. Plinio habla de los Coromandes, hombres totalmente peludos, de ojos verdes y con dientes de perro que viven en las montañas de Etiopía. En la carta que le mandó Alejandro Magno a Aristóteles desde la India (un texto apócrifo leído con avidez en el Medioevo), el conquistador informa sobre serpientes de tres cabezas, ratones del tamaño de zorros, árboles parlantes y los temibles Ictifafonas, hombres de tres metros que se alimentan exclusivamente de ballenas.
El Medievo cristaliza esta fascinación con seres exóticos, reales e imaginarios, en deslumbrantes bestiarios ilustrados. El interés de Europa por los especímenes exóticos se potencia con la conquista del nuevo mundo y se complementa con las nuevas miradas de interés frío y de-sapasionado sobre la deformidad que proponen Paré, Bacon, Liceti y otros. Así, el llamado de la ciencia a coleccionar y taxonomizar especímenes anómalos tiene su contraparte profana en los espectáculos de fenómenos en ferias y circos.
“Monstruo” viene del latín monstrum, un sustantivo derivado del verbo monere (“advertir”), y significa algo que advierte sobre otra cosa, algo que muestra. ¿Qué muestra un monstruo? Las respuestas varían de acuerdo con el paradigma religioso-científico. Muestran que hemos pecado, muestran que Dios está furioso con nosotros, muestran que una guerra, una plaga, una peste es inminente; muestran que Dios, o la naturaleza, esconden misterios que no debemos osar develar; muestran que a Dios, o a la naturaleza, les gusta jugar; muestran que la naturaleza se jacta de la variedad y versatilidad de la que es capaz; muestran que las leyes que rigen la génesis y el desarrollo de los seres vivos son mucho más complejas de lo que imaginamos, o muestran que lo que percibimos como monstruoso acaso no sea más que el límite de nuestro entendimiento, un provincialismo epistemológico anclado en lo más hondo de nuestra herencia cognitiva. Pero la fisonomía inusual del monstruo no solo cautiva nuestra curiosidad y estimula la imaginación, porque suponemos que indica un misterio aún más inusual, trascendente, revelador. Su presencia misma, lo “monstruoso”, la mera individualidad extrema y absurda, es objeto de fascinación desde tiempos inmemoriales. Desde los cíclopes y las sirenas homéricas, hasta las razas monstruosas de Herodoto y Plinio, lo deforme, lo radicalmente distinto, lo desconocido ha estimulado la imaginación y el ingenio científico, filosófico y literario, desde los orígenes. Es que la visión del monstruo conjuga cuatro de las afecciones que más movilizan a los hombres: el miedo, el asco, la curiosidad y el deseo.
El arqueólogo e historiador francés Jean Clottes habla de dos conceptos básicos que articulan el modo en que pensamos el mundo y que se pueden rastrear decenas de miles de años, hasta los orígenes más remotos de la cultura. El primero es el de permeabilidad, la idea de que existen dos instancias de lo real, una accesible a los sentidos y la otra no, y que entre ambas hay fisuras que las conectan. El segundo es la de fluidez. Clasificamos el mundo mediante categorías singulares: “hombre”, “mujer”, “delfín”, “diamante”, “cuchillo”, “corazón”, río”, “viento”, etc. Pero estas categorías no son estáticas, sus límites son móviles; la imaginación puede combinarlas y crear híbridos. Un río que habla, una mujer delfín, un viento que corta, un diamante que late. En esta fluidez ontológica se origina la mitología, la religión, también la ficción.
Es posible que los monstruos sigan cautivándonos porque el miedo y el asombro que inspiran se relacionan con la experiencia íntima de nuestra propia mortalidad, por la fragilidad de nuestra estabilidad fisiológica. Un ensayo del médico y epistemólogo Georges Canguilhem apunta a esta veta de la cuestión. En La monstruosidad y lo monstruoso, Canguilhem argumenta que la estrecha relación entre la muerte y la monstruosidad (entendida como deformidad severa), se debe a que ambas son limitaciones extremas. Mientras que muerte es una limitación exterior, la monstruosidad es una limitación interior, genética o epigenética. Y ambas ponen en evidencia que la estabilidad a la que estamos acostumbrados es esencialmente precaria. Dado que no hay distinción taxativa posible entre la monstruosidad y la no monstruosidad, pues la variación es un continuo, Canguilhem concluye con las palabras de Gabriel Tarde: “lo normal es el grado cero de lo monstruoso”. De todos modos, el mundo es pobre en monstruos, dice Canguilhem. La deformidad es rara en la naturaleza. Pero aquello de lo que el mundo carece, en la imaginación abunda. Canguilhem llama a esto “lo monstruoso”. Hambrientos de monstruos que exorcicen nuestros miedos y estimulen nuestra creatividad, los inventamos. El monstruo es, de este modo, numen tutelar de la ciencia experimental, como lo había sido de la mitología, del arte, de la ficción misma cuando, en la madrugada de la cultura, los primeros homínidos que construyeron herramientas y produjeron lenguaje empezaron a jugar con el mundo, mezclando formas y categorías, ya sea inspirados por especímenes de anatomía insólita, o nutriéndose de la fuente inagotable de la imaginación.
Así como la imaginación es combustible para la ciencia, la ciencia ha inspirado e inspira al arte y a la literatura. Una de las tantas genialidades de Frankenstein es que, al imaginar la creación de un monstruo real, Mary Shelley pone de relieve la estrecha relación entre la ciencia y la fantasía. Décadas antes de la publicación de la novela, el cirujano, naturalista, profanador de tumbas, coleccionista y traficante de monstruos inglés John Hunter, llevaba a cabo transplantes entre especies para demostrar su teoría de la teratogenia, es decir, la noción de que los monstruos pueden ser creados. Entre sus experimentos se cuentan el implante de un diente humano en la cabeza de un gallo, y el de testículos de pollo en el abdomen de una gallina. Ambos fueron fracasos. Hunter estaba convencido de que las deformidades tenían su propia lógica y que no se trataba de desviaciones caóticas. Si lo monstruoso se puede entender, se puede predecir. Y si se puede predecir, se puede producir. Se ha sugerido que John Hunter fue la inspiración para el personaje de Víctor Frankenstein.
¿Cuál es el monstruo verdadero?
Omar Genovese
“Invitamos al eventual lector de Colombia o del Paraguay a que nos remita los nombres, la fidedigna descripción y los hábitos más conspicuos de los monstruos locales”. Esto escribía Borges en el prólogo de 1967 al Libro de los seres imaginarios, concienzudo manual en orden alfabético de “los extraños entes que ha engendrado, a lo largo del tiempo y del espacio, la fantasía de los hombres”. Del Glifo a los Animales esféricos, de los Nagas al Simurg (donde encontramos la leyenda del Fénix), de los Trolls a los Icitiocentauros, Borges y Margarita Guerrero ofrecen un esqueleto, un organismo inicial que puede completarse, porque la lectura es infinita, como infinita la imaginación humana, así como incompleta y en permanente relación con su propia muerte durante el sueño, entre las dudas de la angustia y la ferocidad de las pesadillas. Pero este inicio enumerativo, pasión borgeana o taxonomía de referencias milimétricas, tiende la mano a otros ejemplos.
Monstruos locales, refiere Borges. Años después, este país se ocuparía de alimentar a varios, incluso idolatrarlos. Pero la literatura argentina ya tenía pasión por ellos. Algo monstruoso luce el Rosas invocado por Echeverría en El Matadero; inquietante monstruosidad lucen los ciegos en el tercer capítulo de Sobre héroes y tumbas de Sábato; donguis de Wilcock, tadeys en Osvaldo Lamborghini, prefiguran especies cruza entre animal y humanos; los enanos en Matando enanos a garrotazos de Laiseca, como señalara Matías Raia en la Revista Invisibles, remiten al novelista Horacio Romeu y al poeta Gallardo Drago, dos fantasmas en un guiño a la monstruosidad literaria. Luego está Pablo Farrés con sus niños perro y el cerebro isla alucinógeno (Malvinas) en Mi pequeña guerra inútil. Queda la extrañeza de Felipe Polleri con Los animales de Montevideo, monstruos de la demencia como permanente amenaza humana.
Al gran monstruo de los océanos, la ballena Moby Dick de Melville, siguió el reemplazo desde la densidad del cine. Hace unos años referimos en este suplemento a H.R. Giger, el creador físico de Alien, y al film Qué difícil es ser un Dios de Aleksey German. El primero dio forma a una especie parásita y destructiva (¿una evolución humana alterada?), el segundo situó a un extraterrestre tratado como dios entre homínidos deformes y precarios. La perfección de un arma contra la imperfección hedionda. Pensando hacia el futuro, la ciencia ficción ha generado predicciones que confluyen en la amenaza de un nuevo Golem: Hall, el procesador autosuficiente en 2001 de Kubrick, los drones a turbina en Terminator, los replicantes en las dos Blade Runner (Yo Robot, IA, remiten a la copia independiente), en sí, los ejemplos del rubro indican un nuevo enemigo para el hombre. Por caso, ya existen drones como arma de destrucción bajo un algoritmo basado en los patrones de ataque de las avispas. También robots de combate que reemplazan tanto al hombre como a las armas. Y la mímesis en exoesqueletos que dan habilidades hiperdinámicas a los soldados. Queda la pregunta: ¿cuál es el monstruo verdadero?