Los principios de los textos, entre los escritores, suelen causar no pocas inquietudes y desvelos. Algunos los subestiman: de lo que se trata, dicen, es de empezar, no importa con qué. Otros los sobrestiman, y no escatiman recursos –ni retóricos ni psíquicos– en secuestrar, lo antes posible, la credulidad del lector, o en abrir con elegancia un horizonte de expectativas. O en pulir casi patológicamente las primeras frases, hasta lograr la captatio benevolentiae apropiada: los valiosos likes.
Por supuesto, tantas exigencias suelen derivar, en el mejor de los casos, en el conocido síndrome de la página en blanco. O en adicción a la ginebra, como en el caso de Scott Fitzgerald y tantos otros. Por eso, y aunque la opción de la ginebra, pensándolo un poco, no está nada mal, quizás lo más aconsejable o sensato sea, como siempre, el justo medio aristotélico. Un mal principio no arruina un libro, desde ya. Sin embargo puede hacer que, por ejemplo, un editor no pase de la primera página, lo que en algún punto es peor.
Uwe Timm, escritor alemán, ha venido a la Argentina a presentar Del principio y el fin (Unsam, 2015), un libro que reúne una serie de ensayos que abordan, justamente, este tema a través del análisis de inicios célebres de autores como Goethe, Arno Schmidt o Albert Camus, pero también del inicio de todos los inicios: el de la Biblia, puesto que la cosmogonía católica es, en esencia, muy similar a las cosmogonías literarias: en ambos casos de lo que se trata, dice en el libro, es de un acto creativo en el que, a partir del caos, surge un mundo imperfecto, injusto y por momentos inverosímil. Digamos, desde el punto de vista de la narratología, que el método del Creador es parecido al de Simenon: primero se le pone nombre al personaje y se lo dota de alguna cualidad; luego, se le introduce la contingencia: Adán y el fruto prohibido. La novela, así, empieza a avanzar.
Mientras esperamos, o por lo menos yo espero, que algún mozo traiga café –cosa que, por cierto, no ocurrirá–, Uwe me cuenta que en la analogía bíblica anterior hay una diferencia importante: hoy, más que aleccionar o dar respuestas, lo que la literatura busca es plantear preguntas: “Apuntar al punto ciego; poner la vista ahí”.
Sin embargo, eludir el mensaje se vuelve una tarea complicada cuando se abordan temas delicados o trágicos. El, hace unos años, por ejemplo, escribió un libro en el que ha intentado indagar los motivos por los que su hermano mayor terminó involucrándose en las SS de Hitler. “Ahí indirectamente propongo que hay que decir no. Si bien no está enunciado, el hecho de que no haya mensaje no es una indiferencia”, afirma.
En su nuevo libro, además de los principios, se ocupa también de lo que hay antes del principio, o sea: del caos primigenio a partir del cual surgen las primeras frases. Ese magma de energía que apremia las primeras oraciones, sobre las cuales deja siempre, o casi siempre, alguna huella, y cuya erupción se suele dar a partir de un estallido de furia, indignación o desesperación: no se trata, en definitiva, de un mero problema estético sino de un acto existencial. “Los mejores inicios son los que tienen la marca de lo que había antes del inicio, de la energía precedente”, dice. Y agrega que, por cierto, le cuesta advertir esa energía en los escritores contemporáneos, quizás porque, como dice en otro pasaje del libro, muchos de ellos escriben con la sensación de que, en realidad, no tienen nada para decir (y digamos que muchas veces, en efecto, es exactamente así).
Respecto de los finales, a los que les dedica el último capítulo, Uwe afirma que es fundamental que el escritor desconozca cómo terminará la historia, y en este punto, pese a ser ateo, se aleja de lo que han recomendado escritores como Poe y prefiere seguir el método literario de otros autores como Flannery O’Connor o Dios: dotar de voluntad propia y libre albedrío a los personajes. “Se trata de encontrar la dirección hasta que el texto desarrolla su lógica propia”, me dice ahora, y lanza otra analogía: “Es un poco como James Cook, que se largó a navegar, tenía claro que quería alcanzar un fin y de pronto se encontró con Australia. La escritura es un viaje de descubrimiento”. Un viaje en el que, por cierto, también se debe aprender a navegar las aguas del Leteo. Porque así como Borges, a través de Funes, decía que para pensar es necesario el olvido, Uwe afirma lo mismo respecto del narrar: “La goma de borrar del olvido es lo que permite el recuerdo y, con ello, la narración”. Ciertamente, en su postura subyacen presupuestos fenomenológicos. Pero, aun así –y sin poner en duda, desde luego, su compromiso por la justicia–, no deja de resultar llamativo ese énfasis en el olvido en una sociedad que, como la nuestra, exige constantemente memoria, que reclama que se lo recuerde todo y que no termina de cicatrizar, como prueba de hecho esta confusa asociación semántica en la que no pude evitar incurrir.