En el complejo y extraordinario contexto que vivimos resulta imprescindible volver a reconocernos como especie, dar cuenta de quiénes somos, de nuestras cualidades, de nuestras potencialidades y también de nuestros límites. Quizás fue esto último lo que se manifestó con toda la fuerza y nos puso frente a frente con nuestra propia vulnerabilidad.
Las crisis tienen efectos diversos en las sociedades. Sabemos que pueden impulsar nuestras capacidades de adaptación a las adversidades y hacernos más resilientes. Pero también pueden tener el efecto contrario, es decir, conducir a un estrés intenso y sostenido, que corroe los lazos sociales, haciendo que las personas se vuelvan más individualistas. Es necesario pensar de nuevo sobre nosotros mismos. Y, a partir de esto, esforzarnos por desarrollar un espíritu colectivo robusto que pueda hacer frente a las consecuencias de esta crisis y también prepararnos para futuras amenazas. Salir de esto fortalecidos es un enorme desafío, porque se trata de abordar las consecuencias físicas, psicológicas, económicas y sociales, al mismo tiempo de reconocernos nuevamente.
La pandemia ha puesto en evidencia la fragilidad de nuestra especie como hacía décadas la humanidad no lo asumía. Nos ha obligado a concebirnos colectivamente y a maniobrar rápidamente para poder sostener las nuevas rutinas. Nuevas modalidades de trabajo y educación se pusieron de manifiesto. Y también nuevas maneras de relacionarnos unos con otros. Se expandió de manera vertiginosa el “vínculo digital” y todo parece indicar que nos encaminamos a un modelo híbrido que combine lo presencial con las alternativas digitales. Tenemos la chance de tomar lo mejor de ambos mundos. El contexto nos obliga a superar el miedo a la “deshumanización” ya que solo sería un riesgo si pensáramos en reemplazar las habilidades humanas con inteligencias artificiales o dispositivos tecnológicos. Las capacidades humanas son y seguirán siendo irremplazables, pero las tecnologías son una enorme ventana de oportunidades para aprender y compartir el aprendizaje.
Nuestro cerebro, como lo veremos en detalle en este libro, está adaptándose permanentemente al contexto, cambiando, generando miles de conexiones nuevas. Es un órgano plástico que se modifica con cada nuevo aprendizaje, hasta el último día de vida. Hoy el cerebro humano se está poniendo a prueba de manera drástica.
Estábamos transitando a pasos agigantados una nueva revolución industrial, que se volvió aún más arrolladora en este contexto. Se trata de una revolución mucho más categórica que las anteriores, ya que no solo trasforma lo que hacemos sino lo que somos. Se trata de la fusión de esferas entre lo físico, lo digital y lo biológico. Varios ejemplos de esto veremos en estas páginas. La combinación de esta nueva revolución industrial y el contexto pospandemia acelerarán los cambios en las habilidades que son consideradas fundamentales para adaptarse a este nuevo contexto. Todo esto nos plantea enormes retos.
Pero este panorama no debe desalentarnos, sino más bien impulsarnos a pensar los cambios urgentes que necesitamos en los procesos de formación de las personas y las comunidades. Por ejemplo, el conocimiento enciclopédico y las memorias prodigiosas dejarán lugar a nuevas competencias ya que hoy, como nunca antes en la historia, la información está más disponible y accesible. Por el contrario, los trabajos del futuro, para los que tenemos que prepararnos sin más demora, valorarán nuestra resiliencia y nuestra capacidad de adaptarnos a contextos cambiantes junto con aquellas habilidades que nos hacen humanos, aquello que la tecnología no puede –y difícilmente logre algún día– imitar o reemplazar y que nos permiten aprender y funcionar en distintos escenarios. Una de estas habilidades es la capacidad de resolver problemas complejos, es decir, encontrar respuestas novedosas a situaciones difíciles. Igualmente, la creatividad humana será esencial y, por eso, los roles que la requieran no podrán ser fácilmente reemplazados. La sensibilidad estética es una de estas: si bien la tecnología puede aportar mucho, la emoción contenida en una obra literaria no puede provenir más que de la experiencia humana. En las páginas que siguen reconoceremos huellas de esto. Otra de las habilidades imprescindibles será la capacidad de pensar críticamente, de observar y reflexionar. Además, poder tomar decisiones que tengan en cuenta las consecuencias a corto y a largo plazo de las acciones será sumamente valorado; así como la negociación, y, con ella, la flexibilidad cognitiva, es decir, la capacidad de adaptar nuestra conducta a escenarios cambiantes.
La intuición y el contacto entre las personas también será insustituible. Nuestro cerebro es un órgano social. En ese sentido, las habilidades emocionales y sociales son esenciales para la supervivencia y para el bienestar, y estas no pueden ser trasladadas a un robot ni a una computadora. Las máquinas pueden ser “más inteligentes” que nosotros en muchos aspectos, pero nunca lo van a ser en la compasión, en imaginar qué piensa el otro y en entender que ese otro piensa diferente a nosotros, en sentir la alegría o el dolor ajeno.
Por eso, la empatía, entender lo que los demás sienten y necesitan, continuará siendo una cualidad esencial. La inteligencia colectiva, la capacidad de interactuar con el prójimo, de comprender cómo se sienten y qué es lo que ellos saben, será un valor clave en lo que resta de este tumultuoso siglo XXI. Por más información estadística que una máquina pueda procesar, es improbable que detecte líderes, lidie con personalidades complejas y ayude a crear vínculos entre los miembros de un equipo.
Por más exposición a pantallas que estemos experimentando, la compañía y el cuidado amoroso del prójimo seguirán siendo un deseo y una necesidad, por ende, aquellos con la capacidad de brindarlos serán personas sumamente valiosas. Los seres humanos seremos irremplazables para enseñar, inspirar, motivar y formar a las próximas generaciones no solo en estas habilidades necesarias sino también en los valores esenciales para vivir en sociedad. Nuestro cerebro aprende fundamentalmente cuando algo nos motiva, nos inspira y nos parece un ejemplo. Esto nunca lo hará la tecnología por más avanzada que sea.
Debemos prepararnos ya para vivir en un nuevo mundo. Los recursos cognitivos y emocionales que permiten hacer frente a complejos desafíos y desarrollar el potencial de cada persona harán la diferencia entre las personas y sociedades que prosperen y las que no.
Este tiempo valdrá en la medida de lo que nos cuesta, si nos enseña que nuestro verdadero compromiso cotidiano es reconocernos y ocuparnos de nosotros y de los demás. El coraje no es la ausencia de miedo, sino el valor de darnos cuenta de que nuestros destinos individuales están indisolublemente ligados al destino colectivo. En tiempos que vivimos en peligro, es tentador confiar en instintos como el alarmismo, el egoísmo o la información sesgada. Pero es la capacidad de altruismo, de cooperación, de resiliencia, de sentido de propósito y de inteligencia colectiva lo que nos permite enfrentar adversidades y prosperar.
Ya antes de la pandemia, la soledad representaba una de las mayores amenazas al bienestar y la salud pública. A pesar de la tecnología, de las nuevas formas de comunicación, de la industrialización y de la mayor riqueza en ciertos países, cada vez más personas en las últimas décadas han sentido una creciente sensación de aislamiento social. Lamentablemente, esta situación se ha intensificado.
Los seres humanos somos básicamente seres sociales. Nuestra necesidad de conexión con los demás es más que un simple sentimiento: es un imperativo biológico arraigado en miles de años de evolución humana. Hemos sobrevivido como especie no porque tengamos ventajas físicas, como la fuerza o la velocidad, sino por nuestra capacidad de conectarnos e interactuar en grupos. El cerebro humano es un órgano social. Esa es justamente la ventaja evolutiva como especie, lo que nos otorga capacidad para comunicarnos, razonar, planificar y colaborar unos con otros. A lo largo de la historia nuestra supervivencia y prosperidad dependió de las habilidades colectivas y de agruparnos en parejas, familias, tribus para protegernos y asistirnos. Intercambiamos ideas, coordinamos objetivos, compartimos información y emociones. Así, nos fue posible organizar cacerías, recolectar alimentos, crear refugios y aumentar la oportunidad de crear cultura, fundar bibliotecas, inventar Internet, construir ciudades con rascacielos y organizar naciones, entre muchos otros logros.
Tenemos la necesidad de formar y mantener relaciones interpersonales duraderas y significativas. Los seres humanos contamos con diferentes maquinarias biológicas que capitalizan señales adversas que nos motivan a actuar para sobrevivir. Por ejemplo, la sensación de hambre es motivada por bajos niveles de azúcar y hace que busquemos algo para comer. La sed es otro sistema de alarma que nos lleva a tomar agua antes de que nos deshidratemos. Otro signo es el dolor, que nos avisa de un daño potencial en el tejido para que nos preocupemos por nuestro cuerpo. Es en este mismo sentido que actúa el sentimiento de soledad. Percibirnos aislados, aun rodeados de gente, es también un aviso de nuestro sistema biológico que nos alerta de las amenazas y el daño a nuestro ser social.
La soledad nos genera un estado de estrés que, cuando es temporario, puede aumentar nuestro rendimiento. El problema se da cuando se experimenta este estado por un largo período de tiempo. Así, este estrés crónico puede impactar considerablemente en nuestra salud física y mental. Por eso la soledad crónica se asocia con reducción en la esperanza de vida, trastornos cognitivos, depresión, ansiedad perjudica la función cardiovascular, la respuesta inmune, el funcionamiento respiratorio y altera los patrones de sueño. La soledad produce un impacto similar (o incluso mayor) a la obesidad, la polución ambiental y el tabaquismo. Pese a esta gravedad, no solemos escuchar a mucha gente reconocer que se siente sola. Esto es porque esta condición está estigmatizada. En consecuencia, somos propensos a negar el hecho de sentirnos solos. Sin embargo, un cuarto de la población mundial declara no tener con quién hablar.
En la pandemia, las personas nos forzamos a actuar contra nuestra naturaleza social. El virus se pasa de persona a persona, somos sus vectores, y para protegernos de él debimos acatar el aislamiento. Es decir, se aprovecha de nuestra naturaleza social y la usa en nuestra contra. Así, el pilar del control epidemiológico potenció los contextos que terminan afectando los vínculos sociales, aislando a las personas.
La soledad es una experiencia emocional desagradable, que aparece ante la discrepancia entre las relaciones interpersonales que uno desea tener y aquellas que cree tener. Es un fenómeno multidimensional subjetivo, resultado de carencias afectivas, reales o percibidas, que impacta en la salud. Esto no quiere decir que una persona que está socialmente aislada se sienta necesariamente sola. Podemos sentir la soledad rodeados de muchas personas y sentirnos conectados, satisfechos y felices con pocas personas a nuestro alrededor. No es la cantidad sino la calidad de nuestras relaciones las que importan. Pero sí tenemos que estar más atentos, porque seguramente, una persona que se sentía sola en un contexto más o menos normal, se sienta aún más sola en esta nueva normalidad. Así como descubrimos la importancia que tiene la comunidad para enfrentar eficazmente a la pandemia, del mismo modo debemos hacerle frente a esta pandemia de soledad.
Las relaciones cercanas y la interacción social se correlacionan con la expectativa de vida del ser humano. El contacto cara a cara libera una cascada de mensajeros químicos o neurotransmisores que nos protegen en el presente y el futuro, así como las vacunas. Esta interacción personal no se reemplaza con las amistades que tenemos por redes sociales. Sin embargo, sobre todo las comunicaciones directas remotas, son mecanismos tecnológicos que permiten tender puentes en el mientras tanto. En diversos estudios, cuando se les pedía a hombres y mujeres de todas las edades describir las cosas que los hacían felices, la mayoría decían valorar el amor romántico, la intimidad y los amigos y familiares, incluso por encima de otros valores supuestamente más codiciados. Cierta vez le preguntaron a Violeta Parra, la universal y polifacética artista chilena, si le dieran a elegir entre ser música, ser artista plástica o ser poetisa, con qué se quedaría. “Yo me quedaría con la gente”, respondió. “¿Y renunciarías a todo esto?”, le preguntaron, otra vez, con cierta sorpresa. Y Violeta respondió con naturalidad: “Es la gente la que me motiva a hacer todas estas cosas”.
Más allá del dolor y el sufrimiento, una adaptación positiva es posible. La pandemia de gripe en 1918 llevó a crear un servicio de salud pública en muchos países de Europa. El Estado de bienestar resultó como respuesta a las crisis provocadas por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Es decir, en situaciones graves y críticas, muchas personas y también muchas sociedades desarrollan resiliencia.
¿En qué consiste? Es aquella cualidad que les da a las personas la fortaleza psicológica para lidiar con el estrés y las dificultades. Quienes son altamente resilientes logran encontrar la forma de cambiar de rumbo, sanar emocionalmente y continuar avanzando hacia sus objetivos. Así, una vez superado el shock inicial y el dolor de una situación de alto impacto emocional y social, muchas personas experimentan nuevos sentidos y propósitos en la vida, nueva fuerza y confianza internas, mayor apreciación de sus vínculos y relaciones. Además, es frecuente que se vuelvan más altruistas y compasivas. Entonces, el bienestar de los demás cobra más valor que el propio éxito y status individual.
A nivel comunitario, surge un sentido común de propósito, y un espíritu de cooperación que conduce a un nivel más alto de integración. Es como si, en lugar de existir como individuos aislados, las personas se fusionaran en un todo y se volvieran más conscientes de que la supervivencia está indefectiblemente ligada a la de los demás. En consecuencia, es posible desarrollar estrategias comunitarias y colectivas de afrontamiento.
Pero esto no sucede de manera lineal. Es también verdad que las crisis pueden tener el efecto contrario y conducir a un estrés intenso y sostenido en el tiempo en el que los lazos sociales desaparecen y las personas se vuelven más egoístas. Por esto, debemos militar por el desarrollo de un espíritu colectivo fuerte para poder hacer frente a lo que deje la pandemia y para enfrentar el futuro.
Lo que se nos presenta hoy como imperativo es la necesidad de reconstruir un mundo que está malherido a partir de reconocer los sentidos más profundos de lo que nos hace humanos. Estas páginas vienen a aportar un granito de arena para esto. Se trata de un cuaderno de bitácora de cómo llegamos hasta acá como especie y, a la vez, de una radiografía de cómo nos encuentra el tiempo presente, un breviario de lo que somos (nuestra memoria, decisiones, emociones, sesgos, la manera de interactuar con los demás) y una apuesta a lo que queremos ser. Precisamos seguir navegando. El desafío colectivo es reconocernos, fortalecernos, ser cada vez más humanos (…).
El cerebro y la política están íntimamente ligados, porque con el cerebro procesamos la información para la vida en sociedad y generamos las respuestas plásticas para actuar en relación con los otros. ¿Y qué es la política sino el esfuerzo para vivir en sociedad, adaptarnos y generar respuestas creativas a problemas colectivos? El campo de interacción entre los neurobiólogos y los cientistas políticos se encuentra todavía en un estado incipiente porque las disciplinas no han colaborado de manera consistente en el pasado. Esto ha comenzado a cambiar y un conocimiento relevante, útil y desafiante en términos intelectuales surgirá de este diálogo.
Un punto de encuentro parece ser el estudio de la toma de decisiones. En la ciencia política y en la política práctica, poder predecir los patrones de conducta de líderes y ciudadanos que conforman electorados es clave. Una de las investigaciones publicada en Science y realizada por Alexander Todorov mostró que inferir a algún candidato como competente a partir de la apariencia facial puede predecir el resultado de las elecciones. Los participantes del estudio fueron expuestos rápidamente a caras de candidatos a senador o a gobernador que no conocían.
Veían un par de fotos por vez y, basados en sus intuiciones, tenían que decir cuál de las caras les parecía de una persona más competente. Los investigadores encontraron que los juicios faciales predijeron los ganadores en un 70%. Estos hallazgos sugieren que el voto, muchas veces asumido como producto de una deliberación racional, es, más bien, influenciado por un juicio rápido e inconsciente.
Asimismo, demostramos en un trabajo publicado en Frontiers in Human Neuroscience, que el cerebro detecta automáticamente (en menos de 170 milisegundos) si un rostro integra o no el propio grupo de pertenencia y le asigna una valoración positiva o negativa mucho antes de que el sujeto responda.
En una investigación realizada en Estados Unidos durante las elecciones presidenciales de 2004 se estudió a un grupo de simpatizantes demócratas y otro de republicanos.
Ambos grupos fueron evaluados en un resonador funcional mientras veían discursos de los entonces candidatos George W. Bush y John Kerry. En estos discursos, ambos se contradecían con sus propios dichos previos. Como era de esperar, los republicanos Bush, y ambos grupos fueron benévolos con su propio candidato. Los resultados revelaron que las áreas racionales del cerebro se mantuvieron sin demasiada actividad, mientras que las áreas realmente activas fueron las relacionadas con el procesamiento emocional.
Drew Westen, de la Universidad de Emory, sostiene que hay tres elementos muy influyentes en el voto de los ciudadanos: los sentimientos hacia los candidatos, hacia el partido y hacia las ideas que estos representan. Si bien estas teorías específicas necesitan más investigaciones, hay evidencia suficiente de que las emociones guían nuestras decisiones en muchas circunstancias. Con toda seguridad, la neurobiología y la ciencia política colaborarán en el futuro en una interacción rica donde algunas veces los expertos en ciencia política planteen una incógnita y los neurobiólogos acerquen una hipótesis plausible y/o viceversa. El gran desafío, una vez más, es que quienes transitamos cualquiera de estos campos tengamos la cognición social suficiente para percibir de manera amplia experiencias, conocimientos y sistemas de ideas diferentes a partir de los cuales generar interacciones ricas, innovadoras y creativas con el fin de contribuir a la creación de conocimiento útil a la hora de hacer mejor la vida en sociedad.
Percepción subliminal
“Una imagen vale más que mil palabras”, dice el refrán. Como la mayoría de las frases populares, guarda mucho de lo que la ciencia ha comprobado a lo largo de los años: las imágenes y, en particular, los colores tienen una gran eficacia para llegar a las personas al transmitir información que resulta fácilmente identificable.
La percepción subliminal consiste en el procesamiento sensorial de información sin que seamos conscientes. Pero la percepción inconsciente informa a la percepción consciente, determinando en gran medida cómo experimentamos nuestra realidad. Este proceso está enraizado en la arquitectura misma del cerebro ya que el sistema sensorial envía al cerebro millones de bits de información por segundo. Como nuestra percepción consciente es incapaz de procesar tal cantidad de información, la evolución nos dotó de mecanismos capaces de hacerlo de manera instantánea. Así, nuestra conciencia se ve liberada para encargarse de otras tareas cognitivamente más complejas. Esto hace que nuestras experiencias, recuerdos y decisiones se basen en gran medida en percepciones sutiles que no llegamos a notar. Al estar presentes en el entorno, los colores pueden afectar nuestro estado de ánimo y nuestras conductas. Las células sensibles a la luz (los conos de la retina) envían señales electroquímicas a una región del cerebro llamada “corteza visual”, donde se forman las imágenes visuales.
Sin embargo, algunas células de la retina responden a la luz enviando señales a una región central del cerebro, llamada “hipotálamo”, cuya función es secretar hormonas que controlan diversos aspectos de la autorregulación corporal, como la temperatura, el sueño, el hambre y los ritmos de sueño-vigilia.
Está involucrado también en la generación de respuestas emocionales y en la agresividad. De esta manera, la exposición a la luz tiene un efecto sobre el comportamiento y el estado de ánimo.
Recibir luz por la mañana, especialmente la luz azulada o verdosa, desencadena la liberación de la hormona llamada “cortisol”, que nos estimula y nos despierta. En cambio, en la noche, se libera melatonina en el torrente sanguíneo, responsable de la somnolencia.
Estos hallazgos confirman que existen mecanismos fisiológicos claros mediante los que la luz y el color afectan el estado de alerta, la tasa cardíaca y el estado de ánimo. Estos efectos del color también generan un impacto colectivo que pueden promover la cohesión social, distinguir a propios de extraños e intensificar identidades comunes. Por esto, han sido usados en la propaganda política, para persuadir a las personas e influenciar su comportamiento deliberadamente.
Los ciudadanos creemos saber con precisión por qué elegimos una orientación política, por qué votamos a tal o cual candidato.
Sin embargo, nuestra mente no funciona como una computadora que procesa información y calcula resultados de manera racional.
El modo de elección de los colores con los que queremos reconocernos como cuerpo colectivo da cuenta de qué tipo de sociedad queremos ser.
Y no estamos hablando del hecho de decidirnos por tal o cual color, sino que llevemos como estandarte un mismo sentido más allá de una gestión de gobierno específica o un partido político. Que nos represente aun con diferencias e identifique así a una comunidad multicolor de la que formamos parte.
☛ Título Ser Humanos
☛ Autor Facundo Manes con Mateo Niro
☛ Editorial Planeta
Datos de los autores
Facundo Manes Es un neurólogo y neurocientífico de prestigio internacional.
Estudió medicina en la UBA y completó su formación en EE.UU.
Tiene una maestría en Filosofía y un doctorado en Ciencias en la Universidad de Cambridge.
Es precandidato a legislador por la UCR en las primarias del PRO en septiembre.
Mateo Niro estudió Letras con especialidad en Lingüística. Junto con Facundo Manes, produjo ciclos televisivos para distintas señales nacionales e internacionales.