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Contar historias

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Cada época tiene sus modos narrativos predilectos. Desde las pinturas rupestres de Lascaux hasta el cine de Hollywood; desde la Odisea hasta las stories de Instagram, pasando por las tantas historias contadas desde tiempos remotos en torno a una fogata, la Tragedia griega, las novelas educativas y las publicaciones periódicas, los blogs, luego los tuits y todos los posts que marcan el ritmo de la cultura digital. Lo que surge es, sin lugar a duda, la vocación humana, demasiado humana, de contar historias. Ésta es nuestra manera de darnos una identidad, de reconocernos y de estar juntos. Mirando más de cerca, son estrategias y dispositivos que nos permiten aprender a lidiar con los peligros que nos rodean o, sencillamente, para metabolizarlos o, incluso, sublimarlos.

Las series de televisión –desde las más distópicas de la década de 1960, incluyendo The Twilight Zone (1959-1964) y Star Trek (1966-1969), hasta las más recientes, como Russian Doll (2019), Sex Education (2019), Gomorra (2014) y Game of Thrones (2011-2019), representan, desde hace años, la forma privilegiada en que se proyecta nuestra cultura, su manera de sonar y de asustarse, tiñendo la cotidianidad de matices que se han convertido en los tonos emocionales del presente. Lenguaje por excelencia del ser-ahí contemporáneo, se adhieren a nuestro estatus, tanto en el medio como en el mensaje, es decir, tanto en los dispositivos de los usuarios (smartphones, televisores, tablets, computadoras…) –activados para tal fin, de forma cada vez más compulsiva en el metro, en la cama o en la oficina–, como en las formas expresivas, gracias a la evocación de las figuras más dispares del imaginario colectivo. Éstas constituyen el metatexto de la experiencia actual con precisión tanto sociológica como semiológica. Se trata del relato de todos los relatos, donde todo tiene su origen y donde todo termina.

Si bien las redes sociales aparecen como los laboratorios donde se perfila esta inversión de la jerarquía, entre autores y público preparada por la industria cultural durante los últimos tres siglos, las series de televisión son, en definitiva, el último espacio donde el espectador sigue disfrutando del espectáculo, interviniendo en su definición tan solo de forma limitada –salvo las practicas inherentes al universo del fandom–. Un verdadero vivero comunitario, lúdico e interactivo para recrear la obra audiovisual confeccionada por la producción, los fans se involucran activamente en diversas intervenciones: fan-fictions, memes, parodias, queerbaiting, autoproducciones tipo web series, con otras expresiones underground de internet, todo lo cual testimonia la efervescencia de los que antes se llamaban “usuarios”. Hoy día, en su progresiva metamorfosis, son a la vez autores y jugadores, producers y gamers. ¡Incluso son tricksters, trollers y saboteadores!

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Black Mirror dibuja la frontera más extrema de este escenario. A lo largo de sus temporadas, cuyo colofón es la película interactiva Bandersnatch, una obra maestra por muchos motivos, sobre la que insistiremos más adelante, la serie inglesa de culto desencadena una puesta en abismo del usuario, al radicalizar la hibridación actual en los paisajes mediáticos entre el relato televisivo clásico, el videojuego y las interacciones de las redes sociales, al hablar de nosotros, de lo que ya no somos y de lo que estamos deviniendo.

Mutaciones antropológicas y sociológicas profundas se encuentran operando por todas partes, desde la política hasta las pantallas que nos rodean, en el gimnasio y en el consultorio médico, en la club culture y en la escuela, en la fábrica y en las prisiones del entretenimiento, hasta en el interior de nuestra carne, alimentando nuestra imaginación.

El cambio de paradigma que aquí evocamos nos considera, a la vez, actores y objetos, víctimas y verdugos, cómplices a pesar de nuestras reticencias respecto a un juego en el que se alternan dispositivos de poder y dispositivos de placer, amor y odio, erotismo y muerte. Es el desafío mismo de la mediatización de nuestra existencia.

Reflexiones similares sobre la omnipresencia de los medios en la vida de las personas ya acompañaron en silencio a la serie de televisión The Outer Limits (1963-1965), spin-off de The Twilight Zone, que constituye el ancestro por excelencia de Black Mirror, según su autor, Charlie Brooker. A cada episodio, se recordará, precedía un corto genérico que incluía, como en el caso que aquí nos ocupa, una perturbación de la señal de TV acompañada por la control voice, que declaraba:

Esto no es una falla de su televisor, así que no intentes ajustar la imagen. Tenemos el control total del espectáculo […]. Podemos darle tanto una imagen borrosa, como una imagen pura como el cristal. Durante la próxima hora, siéntate en silencio. Controlaremos todo lo que veas y escuches. Vas a participar en una gran aventura y vivir el misterio con “Beyond Reality”.

*/** Autores de Black Mirror y la aurora digital. Prometeo Editorial (Fragmento).