DOMINGO
libro

El continente pesimista

América Latina, una región sin fe.

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Una ola de descontento recorre el mundo, y cada vez menos personas se sienten verdaderamente felices. Las encuestas revelan un aumento constante de la insatisfacción, el estrés y la depresión a nivel global. | JUAN SALATINO

Los latinoamericanos tenemos fama de ser alegres, amigueros, parranderos y felices, pero cuando los encuestadores nos preguntan sobre el pasado y el futuro de nuestros países, estamos entre los más pesimistas del mundo. Una encuesta hecha por el Centro de Investigaciones Pew a 43 mi personas de 38 países sobre si su país ha mejorado o empeorado en los últimos cincuenta años, reveló que 88% de los vietnamitas, 69% de los indios y 68% de los surcoreanos piensan que la vida en sus países ha mejorado. En América Latina, por el contrario, los porcentajes fueron mucho más bajos. Solo 27% de los colombianos, 23% de los argentinos, 13% de los mexicanos y apenas 10% de los venezolanos indicaron que la vida en sus países ha mejorado.

Y mirando hacia el futuro, las encuestas muestran un pesimismo semejante en América Latina. Un sondeo de Latinobarómetro, entre más de 20 mil personas en 17 países de la región, mostró que la desesperanza es cada vez mayor. Mientras que 38% de los latinoamericanos pensaban en 1995 que sus países estaban progresando, la curva de optimismo ha caído gradualmente hasta llegar a 19% en nuestros días. Leyeron bien: sólo 19% de los latinoamericanos piensan que sus países están avanzando. Y esa visión pesimista, por más anclada en la realidad que esté, tiene un efecto paralizante. Es difícil para una persona deprimida empezar el día llena de esperanza y energía creativa. Lo mismo pasa con los países.

Nuestras canciones más famosas son para llorar  

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La desesperanza latinoamericana no es cosa nueva. Está presente en nuestro folclore, en nuestras canciones más famosas y nuestros dichos más populares. Basta escuchar las letras de los tangos argentinos para deprimirse. El célebre tango Cambalache, escrito por Enrique Santos Discépolo, e inmortalizado por Carlos Gardel alrededor de 1935, comienza diciendo que “el mundo fue y será una porquería”. Y ese tango fue escrito cuando Argentina vivía su época de oro y se perfilaba como uno de los países con más futuro del mundo. Vale la pena recordar cómo seguía la letra, que los argentinos siguen cantando con una sonrisa resignada hasta el día de hoy: 

El mundo fue y será una porquería, ya lo sé. 

En el quinientos seis y en el dos mil también. 

Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor, 

ignorante, sabio, chorro, generoso, estafador. 

Todo es igual, nada es mejor. 

Lo mismo un burro que un gran profesor. 

En México, una de las rancheras más famosas del siglo XX, que cantaba el legendario José Alfredo Jiménez, comienza con la contundente aseveración de que “la vida no vale nada”. Es difícil explicarle a un estadounidense o a un europeo por qué los mexicanos sonríen cuando cantan esa ranchera, y acompañan el ritmo de la canción moviendo las manos de un lado a otro con una copa de cerveza. Sin embargo, la letra de Camino de Guanajuato se sigue cantando hoy en México con el mismo entusiasmo que cuando fue estrenada en 1953. Recordemos sus primeras estrofas para apreciar el catastrofismo latinoamericano en todas sus dimensiones: 

No vale nada la vida. 

La vida no vale nada. 

Comienza siempre llorando, 

y así llorando se acaba. 

Por eso es que, en este mundo, 

la vida no vale nada. 

Incluso Brasil, el país del carnaval y la bossa nova, tiene entre sus canciones emblemáticas un himno a la desesperanza: la canción de Vinicius de Moraes y Antônio Carlos Jobim, curiosamente titulada La felicidad. Esta, inmortalizada en la película francesa Orfeo negro, que ganó el Oscar a la mejor película extranjera en 1960, habla sobre lo efímero de los momentos felices de la vida. Dice así:

Tristeza não tem fim;

Felicidade sim.

A felicidade é como a pluma

que o vento vai levando pelo ar.

Voa tão leve,

mas tem a vida breve.

Precisa que haja vento sem parar.

La tristeza no tiene fin.

La felicidad sí.

La felicidad es como la pluma

que el viento lleva por el aire.

Vuela tan ligero,

pero tiene una vida corta.

Precisa de un viento sin parar.

El humor negro latinoamericano

El humor negro con el que los latinoamericanos afrontamos las malas noticias de todos los días no se queda atrás. En Brasil, el chiste político más conocido –y repetido cada vez que algún experto hace un pronóstico optimista sobre el país– es que “Brasil es el país del futuro, y siempre lo será”. En Argentina, hay pocas frases más escuchadas que “Este país no tiene remedio” o “La única salida que tiene este país es Ezeiza”. La versión más optimista del humor negro argentino, en aquellas raras ocasiones en que la economía crece, es que “Este país avanza de noche, cuando los políticos duermen”. El pesimismo congénito se manifiesta hasta en el fútbol: cuando las selecciones nacionales de Chile, Perú o Ecuador pierden las clasificatorias para un mundial, a pesar de haber hecho un gran partido, un titular común de los tabloides suele ser “¡Jugamos como nunca, y perdimos como siempre!”. 

Los presidentes latinoamericanos muchas veces no pueden evitar hacerse eco del pesimismo genético de la región, y matizan sus discursos optimistas con advertencias sobre el historial de fracasos del continente. El presidente mexicano Porfirio Díaz, que gobernó entre 1876 y 1911, dijo –o se le atribuye haber dicho– la célebre frase: “Pobre México, tan cerca de Dios, y tan cerca de Estados Unidos”. 

Lo que debería ser una bendición para México –ser vecino y poder exportar sus productos al mayor mercado del mundo– es visto por muchos mexicanos, hasta el día de hoy, como una desgracia. El presidente chileno Sebastián Piñera, al tiempo que decía que los latinoamericanos tenían una oportunidad como pocas de ingresar en el mundo desarrollado, advertía en 2015: “América Latina ha sido el continente de la esperanza, y el continente de la frustración”. En 2022, el expresidente del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) Luis Alberto Moreno, quien durante quince años había dirigido la principal institución financiera regional, me hizo una reflexión similar en una entrevista. Hablando sobre las oportunidades que se abrían para Latinoamérica con el alza mundial de los precios de las materias primas tras la invasión rusa a Ucrania, Moreno balanceó su optimismo diciendo que no estaba seguro de que la región le pudiera sacar provecho a esta nueva coyuntura, porque “los latinoamericanos somos los campeones mundiales de las oportunidades perdidas”.

Pesimistas desde la era        de la Conquista 

El pesimismo latinoamericano viene desde la era de la Independencia. Ya Simón Bolívar, el héroe en la Independencia e impulsor de la integración latinoamericana, decía hacia el final de su vida, en su carta del 9 de noviembre de 1830, al flamante presidente de Ecuador, Juan José Flores, que lo mejor que podían hacer los latinoamericanos era emigrar. En esta carta, remitida desde Barranquilla un mes antes de su muerte, Bolívar decía que tras 20 años de lucha por la independencia había llegado a las siguientes conclusiones:

La América es ingobernable para nosotros.

El que sirve una revolución ara en el mar.

La única cosa que se puede hacer en América es emigrar.

Este país caerá infaliblemente en manos de la multitud desenfrenada, para después pasar a tiranuelos casi imperceptibles… 

¿Cómo explicar el pesimismo ancestral de los latinoamericanos? En su libro Las raíces torcidas de América Latina, el intelectual cubano Carlos Alberto Montaner dice que la región nació con “un estado de insatisfacción de todos”. Según Montaner, la Conquista dejó a todos inconformes, incluyendo a los propios colonizadores. “Los aborígenes no eran los únicos en sentirse agraviados por el nuevo orden que comenzaba a instalarse en América: paradójicamente, los colonizadores también resentían el trato dispensado por la Corona. En efecto, la deslegitimación del Estado era a tres bandas: los españoles, los indios y, cuando los hubo en cantidad apreciable, los mestizos”.

Es fácil entender por qué los indígenas, y en menor medida los mestizos, estaban bravos: habían pasado a ser ciudadanos de segunda, maltratados y humillados en su propio territorio. Pero, ¿por qué los españoles? Porque había una fundamental discrepancia entre los intereses de los conquistadores y los de la Corona. Los conquistadores, por lo general, no pertenecían a la nobleza española, y habían venido al Nuevo Mundo en busca de gloria y riquezas. Pero estaban disconformes porque la Corona no les había dado los títulos de nobleza ni las recompensas económicas que creían merecer. “El común denominador de los conquistadores era la falta de solidez económica en su lugar de origen. Cruzaban el Atlántico para enriquecerse y, de ser posible, regresar a la Península con una generosa cantidad de dinero. Generalmente, se trataba de segundones de algo menos de treinta años, mejor educados que la media nacional, que no heredarían fortuna alguna. Los verdaderos ricos o los grandes nobles rara vez se trasladaron al Nuevo Mundo”, escribió Montaner. Como era de esperarse, los conquistadores y la Corona no tardaron en enfrentarse. El propio Cristóbal Colón acabó, de regreso a España, preso bajo acusaciones de corrupción en una trama de intrigas políticas. Y Francisco de Pizarro, el conquistador de Perú, describió su frustración con la Corona así: “En tiempos en que estuve conquistando la tierra y anduve con la mochila a cuestas, nunca se me dio ayuda, y ahora que la tengo conquistada y ganada, me envían padrastros”.

Los españoles que se habían mudado al Nuevo Mundo estaban frustrados porque “habían sido los protagonistas de una increíble aventura, habían derrochado valor e imaginación como pocos conquistadores de la historia conocida, habían soportado peligros y adversidades sin cuento… pero no lograban convertirse en los dueños del destino político y económico de los territorios ganados. La hazaña era de ellos. La gloria y la parte del león se las quedaban los monarcas”, señalaba Montaner.

En Estados Unidos cantan “What a wonderful world!” 

Por el contrario, Estados Unidos se caracterizó, desde sus inicios, por el optimismo –a menudo rayando en la ingenuidad– de su gente. Aunque en los últimos años la visión esperanzada de los estadounidenses se ha ido agriando por las recesiones económicas y el peligro a la democracia que significó el intento de golpe de Estado del expresidente Donald Trump, el 6 de enero de 2021, lo cierto es que Estados Unidos nació con la idea del “sueño americano”: la creencia de que, con el esfuerzo individual y el trabajo, se puede llegar a la felicidad. La Declaración de Independencia del 4 de julio de 1766 ya contenía el concepto de que la felicidad era un bien alcanzable. El documento proclamaba: “Los hombres son creados iguales [y] son dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, incluyendo el de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Era un ideal un tanto hipócrita en una sociedad en que el propio redactor de esa oración, Thomas Jefferson, era dueño de esclavos. Sin embargo, al margen de sus evidentes contradicciones, era un documento revelador del optimismo que animaba a los fundadores de la nueva nación.

Alexis de Tocqueville, el cronista francés que recorrió Estados Unidos a principios del siglo XIX y escribió el famoso libro La democracia en América, ya había quedado deslumbrado en la década de 1830 por el optimismo de los estadounidenses. De Tocqueville escribió que, a diferencia de los europeos, los americanos “consideran que la sociedad es un organismo que mejora constantemente”. Más de un siglo después, en 1960, el presidente John F. Kennedy diría: “El americano es, por naturaleza, optimista”. Y tenía razón. Charles Handy, el filósofo irlandés que repitió el recorrido de De Tocqueville en 2001, señaló: “Cualquier visitante de Europa a Estados Unidos no puede dejar de quedar impresionado por la energía, el entusiasmo y la confianza en el futuro del país que uno encuentra en el americano promedio. Es un bienvenido contraste al cinismo universal que uno ve en gran parte de Europa. La mayoría de los americanos parecen creer que el futuro puede ser mejor, y que tienen la responsabilidad de hacer lo más que puedan para lograrlo”. 

No es casualidad que las películas de Hollywood suelan tener un final feliz, en que el héroe finaliza su hazaña, se despide de aquellos a quienes ha salvado de terribles tragedias, y cabalga hacia el horizonte. Mientras las películas europeas tienden a ser dramas existenciales, las de Hollywood son mucho más sencillas: hay un héroe, un villano, y, tras una vertiginosa persecución automovilística, gana el bueno. Las letras de los éxitos musicales estadounidenses, asimismo, se caracterizan por un inusual optimismo. ¿Cómo explicar que el extraordinario trompetista negro Louis Armstrong inmortalizara en 1968, en lo alto del conflicto racial de Estados Unidos, la canción What a Wonderful World (Qué mundo tan maravilloso)? ¿O que algunas de las canciones más famosas de Frank Sinatra sigan siendo New York, New York”, una oda a la ciudad de los rascacielos (y de las ratas), y That’s Life (Es la vida), cuyas estrofas centrales celebran el hecho de que, cuando uno se cae, se levanta? Sería muy difícil imaginar a Sinatra o a cualquier otro cantante emblemático de Estados Unidos cantando “el mundo fue y será una porquería”, como Gardel, o “la vida no vale nada”, como Jiménez.

Y no es casualidad que los estadounidenses estén inventando constantemente cosas nuevas, desde el teléfono y la lamparita eléctrica hasta el internet y, actualmente, los chatbots como ChatGPT y Bard. El espíritu innovador de los estadounidenses, la creencia de que todo es factible, los ha caracterizado desde la era de Graham Bell y Thomas Alva Edison hasta nuestros días, en que billonarios como Elon Musk y Jeff Bezos están compitiendo por ser los primeros en colonizar otros planetas.

“Los americanos cambian de esposa, trabajo, casa…           y hasta de nombre”

Una de las mejores descripciones que leí sobre el espíritu emprendedor de los estadounidenses fue escrita en 1977 por el gran periodista italiano Luigi Barzini Jr., que rememoró en su libro O America! sus años de estudiante en Estados Unidos. Barzini cuenta allí que, antes de que sus padres lo llevaran a vivir de Italia a Nueva York, su madre le había contado historias apasionantes sobre los estadounidenses.

“Los americanos, nos dijo ella, nunca zurcen los agujeros de sus medias. Aunque estén buenas y sirvan para varios años, no tienen escrúpulos en tirarlas a la basura, y se compran nuevas. Como todas las mujeres europeas, ella colocaba un huevo de madera dentro de nuestras vetustas calcetas y pacientemente cosía los agujeros con gran delicadeza. Ella nos explicaba que los americanos decían que hacían esto para mantener activa la producción y las fábricas en funcionamiento. En realidad, era sólo porque eran ricos, consentidos e impacientes. […] Los americanos, nos decía ella, no sólo incansablemente cambiaban mucho más que los europeos sus esposas, partidos políticos, casas, trabajos y hasta a veces sus nombres, sino que también adoptaban fanáticamente nuevas religiones, cultos, utopías políticas, dietas milagrosas, curaciones rejuvenecedoras, medicinas o cosméticos revolucionarios y formas de ejercicios físicos, y trataban de convertir a todos sus amigos a sus nuevas creencias. Esto formaba parte de su eterna búsqueda de mejoras en todos los campos, e incidentalmente también había llenado al país de inventores. Todos los días se anunciaba la aparición de nuevas máquinas, aparatos, artilugios y descubrimientos científicos que transformarían el mundo para el confort y deleite de la humanidad. ¿En qué otra parte podría haber nacido el famoso King C. Gillette, que salvó a los hombres de tener que vivir con mejillas perpetuamente cortadas por cada vez que se afeitaban? ¿Dónde más podría haber florecido Thomas Alva Edison, que le dio al mundo el teletipo, el dinamo, la lámpara eléctrica, el cine, el gramófono, y que estaba tratando de comunicarse con las almas de los muertos? ¿Quién en Europa hubiera pensado en la cama que desaparece, que es una cama durante la noche, y un elegante armario durante el día? ¿En qué otro lugar se podría haber inventado la silla mecedora, en que un hombre puede moverse y quedarse quieto al mismo tiempo? […]  De hecho, los Americanos incluso inventaban soluciones para muchas necesidades que la gente ni sabía que tenía”. 

Yo me fui a estudiar a Estados Unidos en 1976, un año antes de que Barzini publicara su libro, y cuando lo leí poco tiempo después no pude dejar de sonreír y asentir con la cabeza en cada página. El veterano periodista italiano describía muchas de las cosas que yo mismo, un argentino recién llegado, estaba descubriendo a diario con una mezcla de asombro, admiración y sorna. Yo también había visto en los supermercados los utensilios más curiosos, como el sacacorchos automático o los sombreros para perros, y me había preguntado a quién se le había ocurrido inventar semejantes cosas. Sin embargo, lo que más me llamó la atención del libro de Barzini había sido su comentario sobre el hábito de los estadounidenses de cambiar de cónyuges, empleos, partidos políticos e incluso de nombre, y la aceptación social que tenían estas mutaciones.

 

☛ Título: ¡Cómo salir del pozo!

☛ Autor: Andrés Oppenheimer

☛ Editorial: Debate
 

Datos del autor 

Andrés Oppenheimer es uno de los periodistas y escritores más influyentes de la lengua española. Nacido en Argentina, inició sus estudios en la Universidad de Buenos Aires y luego obtuvo una maestría en Periodismo de la Universidad de Columbia.

Trabajó en The Associated Press en Nueva York. Escribió para The New York Times, The Washington Post, The New Republic, CBS News y El País, de España.

Actualmente es columnista de The Miami Herald, conductor del programa Oppenheimer presenta, en CNN en Español, y comentarista en Radio Imagen de México.

Sus libros más recientes son ¡Sálvese quien pueda!, ¡Crear o morir!, ¡Basta de historias! y Cuentos chinos.