DOMINGO
libro

El tiempo de trabajo

La histórica lucha de la jornada laboral.

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El tiempo de trabajo es, y siempre ha sido, un asunto político relacionado con la distribución de la riqueza y del poder. | shutterstock

La semana laboral de lunes a viernes, que tantos consideramos normal o natural, en realidad es una conquista social e histórica, y su distribución sigue siendo de-sigual: en muchas partes del mundo se trabaja veinticuatro horas al día, siete días a la semana, a cambio de casi nada. El tiempo libre del que disponemos en gran parte del Norte Global es el resultado de las victorias obtenidas por los trabajadores durante los siglos XIX y XX. Fueron los canteros australianos quienes en 1856 lograron obtener por primera vez una jornada de ocho horas. Mientras se dedicaban a edificar la ciudad de Melbourne, en constante expansión, James Stephens y sus compañeros se hartaron de las agotadoras jornadas laborales de diez horas, así que, en una reunión pública, concluyeron que había “llegado el momento de introducir el sistema de ocho horas en los oficios de la construcción”. Sin embargo, se necesitó más que palabras para llevar adelante esta demanda. El 21 de abril, Stephens y sus compañeros abandonaron las tareas que estaban realizando en la Universidad de Melbourne para marchar al Hotel Belvedere y, en el camino, fueron sumando a otros trabajadores de la construcción a su iniciativa. Como correspondía, su demostración de fuerza terminó con un banquete en el mismísimo hotel, donde los obreros pudieron celebrar su demanda colectiva. Después de meses de diálogo, los empleadores atendieron el reclamo, tal como lo informó el Herald local: “[Los canteros] han logrado, al menos en todos los oficios de la construcción, hacer cumplir [la jornada de ocho horas] sin mucho esfuerzo. Los empleadores han considerado necesario […] ceder, y sin luchar acordaron pagar, según tenemos entendido, el mismo salario que antes por diez horas de trabajo”.

El festejo de esta victoria histórica de los trabajadores (conocida, en un principio, como la “Procesión de las Ocho Horas”) se conmemoró durante noventa y cinco años hasta quedar incluido en la celebración internacional del Día del Trabajo.

El ejemplo de los canteros, junto con tantas otras luchas por el tiempo de trabajo que hubo a lo largo de la historia, puede enseñarnos al menos dos cosas. Primero, que la liberación del yugo del trabajo rara vez, si acaso alguna, se nos regala: hay que exigirla y pelear por ella. Segundo, que la reducción de la jornada laboral es una aspiración de los trabajadores en cualquier forma de empleo y cualquier época del capitalismo. En aquel momento, estaba claro para los canteros, así como para nosotros hoy en día, que poder descansar, pasar tiempo con los seres queridos, realizar actividades autónomas y tener independencia de los jefes constituyen elementos esenciales de lo que significa ser humano. Al fin y al cabo, el tiempo es vida.

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El tiempo de trabajo sigue siendo el problema

Sin embargo, la pulseada por el tiempo que invertimos trabajando no quedó atrás. La lucha por una semana laboral más corta ha vuelto a formar parte de la agenda política. En los últimos años, muchos políticos han reavivado ese debate a lo largo y a lo ancho del Norte Global, entre ellos, Alexandria Ocasio-Cortez en Estados Unidos, Sanna Marin en Finlandia, John McDonnell en el Reino Unido y Jacinda Ardern en Nueva Zelanda. Algunos sindicatos, como Ig Metall en Alemania, Communication Workers Union (CWU) en el Reino Unido y Fórsa en Irlanda se encontraban en medio de campañas por la reducción de horas cuando llegó la pandemia de covid-19, que tuvo como efecto el desempleo masivo. Y aun más sindicatos han sumado su voz desde entonces. En el mundo entero, grandes y pequeñas empresas han comenzado a implementar semanas laborales más cortas (y sin recortes salariales), desde Microsoft Japón, con sus dos mil empleados, hasta una pequeña empresa de juegos de mesa en Londres. La reducción de la semana laboral ha dejado de ser una campaña para convertirse en un aspecto central de la renovación de las políticas socialistas que tuvo lugar en la última década.

En cierta medida, la renovada atención pública que está recibiendo el tiempo de trabajo no resulta sorprendente: al fin y al cabo, se trata de un factor determinante en la vida de las personas. Todos los miembros de la sociedad deben contemplar, de una u otra forma, cuánto tiempo trabajan por semana, ya sea que tengan un empleo o sean trabajadores autónomos o no remunerados en el ámbito doméstico, ya sea que trabajen demasiadas horas, no consigan suficientes horas o ni siquiera consigan un empleo. El trabajo define y determina nuestra vida entera, desde la juventud hasta los últimos años.

Vale señalar que este libro abordará el tiempo de trabajo, ante todo, en términos de empleo y en el contexto de los países del Norte Global. Desde ya, eso no quiere decir que otras formas de trabajo, o que el trabajo en los países del Sur Global no resulten de importancia para la discusión, ni mucho menos. Es más, en los siguientes capítulos incorporaremos diversos debates sobre el trabajo no asalariado y el “trabajo informal” a nuestra exposición y nos apoyaremos en esos recursos teóricos y empíricos para comprender las cadenas de suministro globales, dado que ofrecen análisis mucho más amplios de estos fenómenos que los que se pueden encontrar aquí. Otras formas de mercantilización de la fuerza de trabajo, como la esclavitud, funcionaron durante mucho tiempo como motor de las economías capitalistas en conjunto con el trabajo asalariado, a veces en el mismo lugar de trabajo, pero también en simultáneo, en diferentes continentes, dentro de la misma cadena de valor. Tampoco debe olvidarse ni desconocerse que la esclavitud sigue existiendo en todo el mundo hasta hoy.

La crisis laboral actual

El renovado impulso que están recibiendo las campañas por una semana laboral más corta se ha producido en el contexto de un mercado laboral degradado. Si quizás en el pasado el “trabajo arduo” aseguraba una mejora en la situación laboral, ahora ya no quedan garantías. En las últimas décadas, la proporción del ingreso nacional que se destina a sueldos y salarios ha disminuido, mientras que la proporción que se destina al capital ha aumentado. En la actualidad, poseer activos como acciones o viviendas es un camino más conveniente hacia el éxito económico, y “ganarse la vida” se ha convertido en una frase anacrónica.

Las investigaciones han demostrado que, a lo largo de la historia y en todo el mundo, una mayor participación del capital en la renta nacional (y una menor participación del trabajo) se relaciona con una desigualdad más marcada en términos de distribución de los ingresos personales. Hoy, en el Reino Unido, el 50% de la riqueza privada se concentra en las manos de alrededor del 12% de la población. Como es de esperar, algunos han comenzado a llamar “capitalismo rentista” a esta nueva economía, en la cual quienes heredan riqueza o simplemente poseen activos crecen económicamente, mientras que para la mayoría “el trabajo no paga”.

Las injusticias que padecen los trabajadores también adoptan formas más sutiles. Hacen muchas horas extra no remuneradas, tienen que viajar más horas que solo diez años atrás para llegar al trabajo, ganan menos en términos reales de lo que han ganado durante más de una década y están expuestos a niveles muy altos de pobreza laboral. El número de empleos precarios (o sea, aquellos que no garantizan la subsistencia) aumentó drásticamente en este siglo: se implementaron más de un millón de contratos de cero horas en 2017 y se multiplicaron los falsos “trabajos por cuenta propia”, que privan a los trabajadores de ciertos derechos básicos. Algunos elementos indican que la pandemia de covid-19 solo exacerbará este crecimiento del trabajo “no estándar”. Deliveroo y Amazon, dos empleadores famosos por las malas condiciones que ofrecen, han anunciado la creación de miles de nuevos puestos de trabajo, en parte porque muchos grandes minoristas y pequeños comercios debieron cerrar sus puertas a causa del confinamiento obligatorio. Mientras algunos se ven afectados por la falta de empleo digno, muchos otros sufren de agotamiento laboral. Según las estadísticas del gobierno británico, en el Reino Unido más de la mitad de las licencias por enfermedad se deben al estrés, la ansiedad o la depresión que provoca el trabajo, y la carga de trabajo constituye la principal razón de estas afecciones.

Tradicionalmente, los trabajadores organizados han cumplido la función de impedir la degradación del trabajo y de promover un mundo laboral mejor. No es casualidad que durante el período en que se redujo de forma significativa la jornada (los años de entreguerras, tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos) la afiliación sindical fuera alta y sus consignas, radicales. Durante la década de 1980, en gran parte del Norte Global se desarrolló un proyecto político sostenido para aplastar el poder colectivo de los trabajadores. En los años que siguieron, el espacio donde los trabajadores podrían tener voz y voto sobre cómo funciona el mercado laboral, y a favor de qué intereses, se ha restringido mucho.

Las leyes laborales antiprogresistas que se sancionaron de manera consecutiva, como la Ley de Empleo (1980) y la Ley de Sindicatos (1984), así como la actual falta de medidas drásticas contra el falso trabajo por cuenta propia que impulsan las plataformas como Uber y Deliveroo, contribuyeron a la neutralización de la reforma progresista del mercado laboral. En consecuencia, además, los reclamos sindicales tradicionales por la reducción de la carga horaria son cada vez más infrecuentes en la agenda política.

Según algunas estimaciones, el Reino Unido ocupa el segundo lugar en la lista de países europeos con menor cobertura de los convenios colectivos, y puede que, en el presente, esa cobertura sea del 20%, un número muy bajo en comparación con el 70%, o más, de las décadas de 1960 y 1970. Las políticas hostiles han allanado el camino para el declive: incluso Tony Blair señaló que la legislación británica que regula la acción sindical es “la más restrictiva de Occidente”.

En resumen, el trabajo moderno (y en particular, pero no solo, en Estados Unidos y el Reino Unido) ha tocado fondo en cuanto a condiciones, tipos de empleo disponibles y poder de decisión que tiene la fuerza laboral en el espacio de trabajo. Por esas razones, quizá nos hayamos acercado nuevamente a lo expuesto por Friedrich Engels en 1845 en La situación de la clase obrera en Inglaterra, una investigación devastadora de la pobreza extrema y las privaciones sociales que se padecían en la Inglaterra victoriana y que parece reflejarse en un informe de 2018 de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El autor del informe, el profesor Philip Alston, describe allí cómo el mercado laboral británico y el sistema de seguridad social que lo sustenta han dado lugar a grados extremos de pobreza y privación social: “Catorce millones de personas, una quinta parte de la población, viven en la pobreza. Dentro de esa cifra, cuatro millones se encuentran en situación de pobreza extrema, y 1,5 millones, en la indigencia, incapaces de cubrir las necesidades más básicas. El prestigioso Instituto de Estudios Fiscales (IFS) predice que la pobreza infantil aumentará en un 7% entre 2015 y 2022, y varias fuentes anticipan tasas de pobreza infantil de hasta el 40%. Que casi uno de cada dos niños sea pobre en el Reino Unido del siglo XXI no es solo una desgracia, sino también una calamidad social y un desastre económico”.

Muchas de las desgarradoras historias narradas en la descripción de Engels de la época victoriana se reproducen en el informe de Alston sobre el salario mínimo y el “apoyo” de los programas de asistencia, ilustrado por el pago de prestaciones del sistema de crédito universal. En lugar de mitigar la pobreza y brindar libertad y seguridad a sus ciudadanos, el trabajo en el Reino Unido del siglo XXI se caracteriza por los contratos inseguros, la vigilancia punitiva y los salarios que no satisfacen las necesidades básicas: “Entre los salarios bajos, los empleos precarios y los contratos de cero horas, incluso con un nivel récord de empleo hay catorce millones de habitantes en la pobreza. […] Un pastor dijo: ‘La mayoría de las personas que usan nuestro banco de alimentos tienen trabajo. […] Las enfermeras y los profesores están recurriendo a los bancos de alimentos’”.

En circunstancias como éstas, la sobrecarga de trabajo se vuelve indispensable para la supervivencia: el Reino Unido está tercero en la lista de países europeos con la mayor carga horaria. Gran parte de nuestra devoción por el trabajo está condicionada por ciertas normas culturales y por una imaginación política acotada, que lo conciben no solo como un bien en sí mismo, sino también como un requisito para la salud de los individuos y la prosperidad de la sociedad. David Frayne denomina a este apego “dogma del empleo”, por el cual se suele establecer un vínculo natural o inherente al desarrollo humano entre el trabajo y la buena salud. Pero lo que la historia ha dejado en claro es que sin organizaciones colectivas ni regulaciones políticas el mercado laboral no logra ofrecer un mecanismo sólido que provea seguridad económica y libertad a todas las personas.

Urge reconocer que el empleo no puede considerarse condición suficiente para garantizar la salud individual y la seguridad económica. El aporte del trabajo al desarrollo humano solo debe considerarse suficiente si puede crear las condiciones sociales para que todos los seres humanos cooperen, organicen su tiempo, lleven una vida digna y dispongan de los medios para residir en un entorno seguro.

Una política de “dividendos múltiples”

Al abogar por una semana laboral más corta, Rutger Bregman plantea lo siguiente: “¿Qué es lo que realmente se resuelve trabajando menos? Quizá sea mejor pensarlo al revés y preguntarse: ¿hay algo que no se resuelva trabajando menos?”. Nos proponemos mostrar, a lo largo de los capítulos, los múltiples efectos positivos que tendría, a nivel social, acortar la semana laboral. 

Se trata de una propuesta que no atañe solo al trabajo. Es, además, una cuestión feminista que ayudará a volver más equitativa la distribución de las labores domésticas, generalmente feminizadas, y una cuestión ecológica que habilitará la rápida descarbonización de la economía… y también podría tener efectos profundos en muchos otros ámbitos.

Los canteros y los obreros textiles del siglo XIX y principios del XX nos muestran que las luchas por el tiempo de trabajo son propias del capitalismo y que las victorias obtenidas pueden tener repercusiones a largo plazo, esas que ahora damos por sentado. En el siglo XXI aún tenemos por delante la misma batalla por la libertad, que hoy incluye a los asistentes administrativos, los teleoperadores, los docentes, los trabajadores asistenciales, los operarios de depósitos y los que aún son empleados de plantas fabriles.

Han pasado más de ochenta años desde que el New Deal del presidente Roosevelt instituyó topes horarios mediante la legislación estadounidense y más de setenta desde que se estableció la semana de cuarenta horas como el nuevo estándar británico. Desde entonces, el mundo ha cambiado a toda velocidad. Las nuevas tecnologías y estrategias comerciales han pasado a determinar nuestra vida y nuestros espacios de trabajo, mientras cambian las ideologías económicas, pero la jornada laboral se ha mantenido prácticamente igual o incluso se ha extendido.

Este largo retraso nos indica que la reducción del tiempo de trabajo no se da de forma natural, gracias a la magia de la automatización o los hombros de los gigantes de la industria. No: el tiempo de trabajo es, y siempre ha sido, un asunto político relacionado con la distribución de la riqueza y del poder. Cuando desnaturalicemos la forma en que trabajamos (un objetivo al que este libro pretende contribuir) y tengamos más capacidad de tomar decisiones sobre el propósito de nuestras economías, nos enfrentaremos a las preguntas sobre cómo trabajamos y durante cuánto tiempo.

¿Debemos aceptar que el trabajo siga dominando nuestra vida? ¿Podemos imaginar otras formas de trabajo, más equitativas, que sean para nuestro beneficio? Y, ante todo, ¿cómo hacemos para alcanzar esa meta? En los siguientes capítulos se sostiene que ya es hora de dar el siguiente paso, hora de anteponer la libertad, la vida, y acortar una vez más la semana laboral.

 

☛ Título: Horas extra

☛ Autor: Will Stronge y Kyle Lewis

☛ Editorial: Godot
 

Datos de los autores

Will Stronge es director de Investigación en Autonomy e investigador invitado en políticas públicas en la Universidad de Brighton.

Kyle Lewis es candidato al doctorado en Filosofía de la Universidad de West London y codirector del think tank Autonomy.