DOMINGO
libro

Lo que supimos conseguir

La democracia argentina y sus grises.

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Campaña. Omnipresente imagen del candidato con las manos entrelazadas por sobre su hombro izquierdo. | cedoc

“Raúl, me acaban de decir que estamos ganando en casi todos lados”

El gesto, si bien marcial y protocolar, no carecía de esas pinceladas de noble amateurismo que por momentos se apoderaban de la casaquinta de Cura Allievi 55. Después de largas horas de espera, ese “ojo, que ahora custodiamos al presidente” fue el anuncio de un cambio de época. Desde atrás de unos tupidos bigotazos, el oficial en jefe de la custodia se dirigió así a dos subalternos de la Policía Federal que estaban asignados para cuidar al candidato durante las últimas jornadas de la campaña electoral. Cinco automóviles Ford Falcon con los motores en marcha y las luces de posición encendidas, con esas características patentes porteñas de la letra C (cuya numeración, blanca sobre negro, empieza en 1113), con choferes de sobaquera armada, vestidos de traje y corbata, aguardan detrás del cerco de ligustrina en aquel enclave de Boulogne, donde una numerosa familia de clase media de Chascomús rodea a su integrante más célebre: un hombre de 56 años que no pierde su calma campechana y repite “una y otra vez” “hay que esperar, hay que esperar”, mientras el reducido núcleo de amigos que lo acompaña ya no reprime el “¡vamos, Raúl, carajo!”.

Por azar, Eduardo Metzger atiende el teléfono; una voz de mando lo saluda y le pide que lo comunique con el doctor Alfonsín. “No puede tomar la llamada”, responde el productor.

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“Soy el comisario general a cargo de las custodias, transmítale que a partir de este momento el responsable de su custodia es el comisario Omar Tirelli, que ya se está dirigiendo hacia allá”, informa lacónico. Antes de cortar Metzger pide que le deletree el apellido y lo anota. Al productor “el hiperquinético, el de los avisos, los móviles, los éxitos de TV” le tiemblan las piernas.

Inmóvil, con el tubo en la mano, repite mentalmente dos veces: dijo presidente.

Ajeno al despliegue policial, el futuro ministro de Economía y Finanzas Públicas, Bernardo Grinspun, grita: “¡Cagaste, Raúl, ganamos!”, y estalla en una ruidosa carcajada que huele más a desahogo que a festejo. María Lorenza Barreneche lo mira sorprendida desde un sillón incómodo y hundido por el paso del tiempo. Por sobre su cabeza pasa un extenso cable de teléfono; el que intenta escuchar es Aldo Neri.

Se trata del mismo aparato blanco con el que Luis Caeiro y Víctor Martínez van a batallar un poco más tarde contra la larga distancia de Entel, pugnando por acceder a los resultados de Córdoba, en una disputa cuerpo a cuerpo por el uso de la línea con los periodistas que dictan aceleradamente sus textos a los editores. Eran tiempos en que las comunicaciones de larga distancia debían solicitarse con antelación a la operadora, no siempre se concretaban, había que esperar varios minutos “a veces incluso horas” para recibir el ansiado llamado que prometía la conexión requerida. Y generalmente la fritura entorpecía el audio.

Neri, futuro ministro de Salud y Acción Social, corta la comunicación entusiasmado y empieza a recorrer la casona. En un momento se distrae frente a una diminuta bandera plástica roja y blanca que alguien olvidó en un ángulo del living, un cotillón de campaña en el que también se puede ver la omnipresente imagen del candidato con las manos entrelazadas por sobre su hombro izquierdo. Baja la mirada y sigue la caminata hasta dar con la persona que buscaba: “Raúl, me acaban de decir que estamos ganando en casi todos lados”. El que había llamado era Bernardo Neustadt. (…)

A las 22.30, el presidente electo se encerró en un cuarto con sus colaboradores íntimos. Víctor Martínez, candidato a vice, partió hacia el Comité Nacional media hora después.

Finalmente, a las 23.15 Alfonsín le pidió al mayor de sus amigos, Germán López, que lo acompañara. Fueron juntos a ubicarse bajo el alero de tejas para dar una entrevista televisada.

Allí repitió lo que había dicho durante el último mes en cada localidad en la que había dialogado con la prensa: “No podíamos ganar jamás las elecciones si no nos votaban los trabajadores. Creo que está pasando simétricamente lo contrario a lo de 1946, cuando muchos yrigoyenistas, sin dejar de serlo, votaron a Perón. Hoy muchos peronistas, sin dejar de ser peronistas, nos votaron a nosotros”, subrayó.

Ajeno a las declaraciones, el dueño de casa repartía solidariamente toda clase de abrigos a los periodistas que habían comenzado su cobertura en una jornada primaveral de calor veraniego, pero que ahora en el conurbano norte sentían las inclemencias de la caída de la temperatura. El anfitrión, con alma y porte de productor, aunque escasa gimnasia partidaria, también había comprado una veintena de cuadernos de tapa anaranjada, entendiendo que iban a ser fundamentales para las cuentas de los electores que traería cada distrito. La elocuencia de los números hizo que nadie los necesitara para hacer especulaciones probabilísticas. (…)

A diez minutos de la medianoche, el resultado de Córdoba cayó como baldazo de agua fría en la sede peronista: la UCR arrasaba con más del 56 por ciento. Fue la primera derrota admitida. Sin embargo, seis minutos después, desde un altoparlante se pedía “calma” frente a las “provocaciones de los que salieron prematuramente a festejar”. La militancia reunida no pensaba igual: “Lo’ vamo’ a reventar, lo’ vamo’ a reventar”, respondieron sin protocolo y con las eses estratégicamente omitidas. En el medio de Recoleta, esa mezcla de alegría por el voto positivo a Alfonsín y de júbilo por el voto gorila, tradicional en la zona, era un combo complejo de asimilar para la muchachada justicialista.

Después de ese primer encuentro con los periodistas, Alfonsín se apartó y se quedó solo en la habitación. Se recostó una vez más, se cubrió con una manta y así estuvo largos minutos.

El país entero lo esperaba, y él, en su cabeza, empezaba a tipear su discurso. Luego se levantó, se duchó rápido y, bajo la atenta mirada de su mujer, se cambió. Se puso un par de medias azules de caña alta, el pantalón del ambo de media estación gris claro con diminutas rayas blancas. Lentamente se calzó un par de zapatos negros acordonados, que apoyó sobre una silla del cuarto para poder enlazar correctamente “vieja costumbre militar que nunca había perdido”. A la almidonada camisa celeste la abrochó botón por botón, sin mayor apuro, y se hizo un nudo sencillo en la corbata color gris cruzada por franjas azules. Se miró en el espejo y ratificó que había engordado con toda la ansiedad de esos últimos días de campaña. Igual debió ajustarse el cinturón de cuero negro. La típica indumentaria del abogado que “patea” los tribunales durante la semana. Un uniforme, sí, pero civil. Una imagen más del cambio en marcha. Dejó la indumentaria del candidato de campera azul gastada y se calzó la vestimenta del presidente civil tan demorado.

☛ Título: Ahora Alfonsín

☛ Autores: Matías Méndez y Rodrigo Andrade.

☛ Editorial: Margen Izquierdo 

 

 

El compromiso inquebrantable de Alfonsín con la defensa de los derechos humanos

En su completísima obra Raúl Alfonsín. El planisferio invertido, Pablo Gerchunoff identifica distintos momentos donde el líder radical fue dando señales de que intentaría una revisión de lo actuado por las Jefaturas militares que habían planificado una metodología represiva violatoria de los derechos humanos, con la consiguiente asignación de responsabilidades.

La primera oportunidad fue en julio de 1982, en un acto con gran concurrencia celebrado en la Federación Argentina de Box. Allí Alfonsín alertó que la democratización del país podía transformarse en un “fraude gigantesco para permitir el acuerdo entre las cúspides militares y civiles responsables del fracaso de la Nación”. En ese momento se refirió públicamente a los “desaparecidos”, lo cual constituía un desafío para “todos los estratos, porque no puede ser algo que herede la democracia, sino que es un tema que requiere una solución moral”.

Ya durante el año siguiente, Alfonsín puso en conocimiento la existencia de lo que se conoció como un “pacto sindical-militar”, luego de rumores sobre la existencia de negociaciones entre militares y sindicalistas, una de cuyas patas sería “echar un manto de olvido sobre los excesos cometidos durante la represión al terrorismo”.

Más adelante Alfonsín se valió, sacándole gran provecho, de la siguiente circunstancia. En septiembre de 1983, los militares habían sancionado la Ley 22.924 de “extinción de las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación o finalidad terrorista o subversiva”. Si bien se la tituló “Ley de Pacificación Nacional”, pasó a ser inmediatamente conocida como “Ley de Autoamnistía”. (…)

La pincelada final respecto de lo que sería la política de derechos humanos de Alfonsín apareció en su discurso de asunción como presidente, ante la Asamblea Legislativa, del 10 de diciembre de 1983. (…)

La Conadep y la inmortalidad del Nunca Más. Como los seres humanos carecemos de la capacidad de la adivinación, no hay manera de saber si cuando Alfonsín anunció, también en los primeros días de su gobierno, la creación de una Comisión Gubernamental para esclarecer lo sucedido con las “desapariciones” de personas, pudo entonces prever el tremendo impacto que la actuación de este organismo tendría en la refundación de la República.

Lo que sí sabemos es que quiso que su conformación no quedara dominada por los actores de la política, sino por personalidades notables y con un compromiso inquebrantable con la defensa de los derechos humanos. Baste recordar aquí los nombres de quienes la integraron: Ernesto Sabato (elegido luego por sus pares como presidente), el obispo Jaime de Nevares, el rabino Marshall Meyer, René Favaloro, el exjuez de la Corte Suprema Ricardo Colombres, el científico Gregorio Klimovsky, el filósofo y luego secretario de Derechos Humanos Eduardo Rabossi, la muy reconocida periodista Magdalena Ruiz Guiñazú, el obispo metodista Carlos Gattinoni y el investigador y exrector de la Universidad Nacional de Buenos Aires, Hilario Fernández Long. Respecto de las personas convocadas, solo el Premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel declinó integrarla, por entender que la Comisión debía tener un espectro de actuación más amplio que las “desapariciones” de personas.

Al muy poco tiempo de iniciar su trabajo, se incorporaron otras personas para colaborar en la tarea de recolección de pruebas y testimonios, las que terminaron cumpliendo una labor indispensable. Graciela Fernández Meijide fue una de ellas, y aportó toda su experiencia previa, recogida desde su importantísima labor en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. A este organismo, según ella misma relatará, ingresó como colaboradora no bien sufrió el drama personal de la “desaparición” de su hijo Pablo, por entonces un estudiante secundario sin intervención alguna en ningún hecho de naturaleza “terrorista” y sin ningún vínculo tampoco con las organizaciones que apelaron a la violencia durante la década de 1970. Se trató de uno de los muchísimos casos de violación de derechos humanos perpetrado por el Estado.

Además de Graciela, actuaron como secretarios de la Comisión profesionales del Derecho de gran valía, tales como Raúl Aragón, Alberto Mansur, Leopoldo Silgueira y Daniel Salvador.

Lo que sigue es el relato de la misma Graciela Fernández Meijide, donde cubre su rico pasado en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, así como las vicisitudes por las que fue atravesando la Conadep, desde su misma conformación. En mi opinión, no hay forma de entender todo lo que logró la Conadep en el escaso tiempo con el que contó, sino a partir de la experiencia, no solo de Graciela, sino también de otros miembros de la Asamblea que pasaron luego a integrar la Comisión.

También es relevante detenerse en el compromiso e involucramiento previo que Alfonsín tenía con la Asamblea, para que se comprenda por qué razones apostó tanto a la conformación de esta Comisión de Desaparición de Personas, cuyo trabajo concluyó con un poderosísimo informe presentado al mismo presidente Alfonsín en septiembre de 1984. A partir de allí, en la Argentina nada sería igual.

El Juicio a las Juntas Militares. A esta altura, contamos con voces autorizadas en el sentido de que Alfonsín, ya desde los Seminarios Juveniles en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos, consideraba que los máximos responsables de las Juntas Militares debían rendir cuentas acerca de la metodología puesta en ejecución en su declarado propósito de combatir la subversión.

Si alguien supuso que sus dichos acerca de que buscaría hacer justicia en relación con los “desaparecidos” eran meras promesas de campaña, el Decreto 158 de enjuiciamiento a las tres primeras juntas, dictado inmediatamente después de asumir la Presidencia, vino a mostrar que ese sería uno de los ejes de su política de derechos humanos.

El mismo decreto explicaba que, para respetar la llamada “garantía del juez natural”, el enjuiciamiento se iniciaría ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, mencionado como órgano competente para intervenir según el entonces vigente Código de Justicia Militar. Al mismo tiempo, el decreto indicaba que como el juzgamiento “en última instancia” ante un órgano administrativo implicaba un “privilegio” prohibido por la Constitución, “se prevé enviar inmediatamente al Congreso un proyecto de ley agregando al procedimiento militar un recurso de apelación amplio ante la justicia civil”. El Decreto 158 buscaba, por último, asegurar a las víctimas la posibilidad de “realizar aportes informativos dirigidos al esclarecimiento de esos delitos y el acopio probatorio contra sus autores”.

☛ Título: Alfonsín y los derechos humanos

☛ Autor: Alejandro Carrió

☛ Editorial: Sudamericana

 

El pan echó raíces en el impulso refundacional de la nueva democracia

Desde su victoria en las elecciones de 1983, Alfonsín pasó a la posteridad como “el padre de la democracia”. Este rótulo marcó al líder radical como un símbolo de la ruptura entre el largo ciclo de violentos golpes militares y una nueva era de constitucionalidad perdurable. Pero el título también es engañoso en su simplificación de las tensiones y las disputas que marcaron los largos años de Alfonsín a la cabeza del escenario nacional. Las rememoraciones que lo sitúan como el “padre de la democracia” suelen omitir partes importantes de su proyecto democrático, así como las resonancias que complican su memoria en el tiempo presente.

Las bases de la transición democrática y del proyecto político de Alfonsín se forjaron bajo el terrorismo de Estado. (…)

Cuando Raúl Alfonsín asumió la presidencia del país, el 10 de diciembre de 1983, reiteró la ya conocida promesa de campaña según la cual ningún niño volvería a pasar hambre en Argentina. El fantasma del hambre era uno de los legados más inquietantes que había dejado la dictadura. Durante el largo período comprendido entre el final de la Guerra de Malvinas y la restauración democrática, las noticias acerca de la desnutrición infantil, los crecientes precios de la comida y la multiplicación de las ollas populares desestabilizaron las creencias sobre la seguridad alimentaria de Argentina. Aunque los militares negaban una y otra vez su existencia, el hambre había adquirido una prominencia especial en las elecciones de 1983, como prueba de las extendidas violaciones de la vida y el sustento que habían cometido los militares durante sus siete años de gobierno. El derecho a comer galvanizó la plataforma de Alfonsín y formó parte de su concisa definición de la democracia. El hambre simbolizaba una impronta del gobierno militar, mientras que su erradicación reflejaba una promesa del flamante Estado democrático. Los alimentos, así como la posibilidad de acceder a ellos, devinieron un parámetro para medir el retorno constitucional.

En el presente capítulo, examino el programa social emblemático de la restauración constitucional en la República Argentina. El Programa Alimentario Nacional (pan), mediante entregas mensuales de alimentos no perecederos a familias necesitadas, fue un intento de poner freno al hambre generalizada, causada por las políticas de la dictadura militar. En su auge de 1986, el pan producía 1,3 millones mensuales de cajas de alimentos, y aunque no hay cifras oficiales sobre el número exacto de beneficiarios, puede decirse que unos 5,6 millones de argentinos –hasta el 17% de la población– recibieron mensualmente esta ayuda alimentaria durante la segunda mitad de la década. El pan no solo fue el programa alimentario más grande de la historia argentina, sino que además marcó la primera vez en que un gobierno nacional debió recurrir a la distribución masiva de alimentos para sostener a sus ciudadanos.

Sin embargo, la importancia del pan trascendió por mucho la entrega de alimentos. Como metáfora y como realidad tangible, el hambre animaba una visión más abarcativa de los derechos humanos, sobre la cual se había basada la restauración democrática. La promesa gubernamental de erradicar el hambre que habían causado los militares formaba parte de una agenda exhaustiva de los derechos que apuntaba a proteger a los ciudadanos contra los daños físicos, así como a asegurar su bienestar material. La extensa bibliografía sobre la “transición democrática” en Argentina ha centrado la mayor parte de su atención en los juicios a los militares y los duros reveses de la Justicia. Sin embargo, los esfuerzos del gobierno alfonsinista por diferenciarse de la dictadura no se limitaron a la restauración de las instituciones políticas y las libertades civiles, sino que también incluyeron la meta de garantizar derechos sociales mínimos, entre los cuales el principal era el derecho a comer. Por otra parte, los ciudadanos no juzgaban el gobierno de Alfonsín solo con referencia a sus intentos de juzgar a las Fuerzas Armadas, sino también por su capacidad para satisfacer las demandas de bienestar.

El pan echó raíces en el impulso refundacional de la nueva democracia. Sin embargo, en el transcurso de unos pocos años, pasó a simbolizar las limitaciones de la agenda social propuesta por Alfonsín, así como los cambios que experimentaba el Estado de bienestar en las últimas décadas del siglo XX.

Las interpretaciones históricas del radicalismo han puesto de relieve durante largo tiempo su transformación en un vehículo de los intereses de clase media tras el ascenso del peronismo a mediados de siglo, sin una agenda social robusta que le permitiera competir con el nuevo movimiento popular. La historia del pan complica este relato, aun cuando no revierta del todo sus conclusiones. Estimulados por el impulso de la reciente victoria en las elecciones, los operadores radicales vieron este programa como una chance de usurpar la autoridad moral del peronismo en el ámbito de la justicia social.

Pero este intento fracasó en líneas generales. El pan –el programa más ambicioso de la época en materia de bienestar social– promovía la ciudadanía, el consumo y la participación como sus objetivos centrales. Sin embargo, el Partido Justicialista apuntó a las deficiencias del pan, y sobre todo a su carácter paliativo, con el fin de revivir y recuperar el papel histórico del movimiento peronista en materia de justicia social en los años posteriores a la dictadura.

Otro objetivo fundamental del pan era la reconstrucción de la vida familiar. Durante sus seis años de funcionamiento (1984-1990), el programa recurrió al apoyo de las mujeres beneficiarias para implementar esta política estatal en los hogares y los barrios receptores de la ayuda. Los diseñadores de las políticas gubernamentales describían la ayuda alimentaria como una solución de emergencia para el problema del hambre, que a la larga ayudaría a construir la democracia más allá de la mesa familiar. En la zona del Gran Buenos Aires (donde se concentró la mayor parte de la ayuda alimentaria a lo largo de la década), las redes del pan organizaron compras comunales, coordinaron campañas de ayuda humanitaria y convocaron reuniones en escuelas e iglesias para facilitar la entrega de alimentos. Fue en estos nuevos espacios políticos donde las ideas de los derechos y la democracia se reinterpretaron de maneras que a menudo pusieron en tela de juicio la plataforma de bienestar que ofrecía el gobierno de Alfonsín. Aunque el pan se había concebido inicialmente como un programa temporario, la necesidad de ayuda alimentaria se agudizó a lo largo de los años ochenta, con el aumento de la inflación y el avance de la crisis fiscal. A medida que se estancaban las reformas económicas y aumentaban las presiones de la deuda externa, la necesidad de extender el programa puso en evidencia la limitada capacidad del gobierno para atender al bienestar de los ciudadanos e implementar la recuperación económica del país. Desde la perspectiva de las fuerzas políticas conservadoras que defendían con una voz cada vez más resonante la preeminencia del mercado, el pan reafirmaba sus argumentos contra el intervencionismo del Estado benefactor.

☛ Título: 1983. Un proyecto inconcluso

☛ Autora: Jennifer Adair

☛ Editorial: Fondo de Cultura Económica
 

 

Estos cuatro decenios han constituido la etapa democrática más profunda y duradera de toda nuestra historia

Fueron siete años y medio de dictadura, hubo 340 centros de torturas, con 8.960 desaparecidos detectados por la Conadep y 30 mil denunciados por organismos de derechos humanos. Son cifras que encierran una vida de infierno. Pero el estado del país era calamitoso también en lo económico y social porque produjeron profundos cambios en la estructura económica argentina, terminando por conformar un nuevo modelo económico basado en la acumulación rentística y financiera, la apertura externa irrestricta, comercial y de capitales, y el disciplinamiento social. 

El saldo de esos años de políticas económicas liberales generaron importantes resultados negativos: la deuda externa había pasado de unos US$ 7 mil millones a US$ 44 mil millones. Más que quintuplicándose. Pasando del 18% del PBI al 60%. La nacionalización de la deuda privada fue unos de los hitos económicos de esa época. La persona que firmó el Decreto de nacionalización de la deuda privada fue el presidente del Banco Central, Domingo Cavallo. El crecimiento del PBI promedio durante el periodo 1976/1983 fue de 0,6%. Con un crecimiento acumulado de no más de 3%. La inflación promedio para los ocho años fue de alrededor de 200% anual.

En esa situación de crisis institucional y económica tremenda tuvo que asumir el gobierno elegido por la voluntad popular, encabezado por Raúl Alfonsín.

Ante estos cuarenta años, sin ninguna duda esta presencia de la imagen y el recuerdo de Alfonsín es muy fuerte. Ya en los últimos meses del año pasado y en lo que va de éste su figura resurgió fuertemente motivada en la presencia de la exitosa película “Argentina, 1985”, y el debate que generó su contenido desde su estreno sobre su gestión y, además, en el mismo tiempo, la aparición del libro de Pablo Gerchunoff: “Raúl Alfonsín, El planisferio invertido”, uno de esos libros de los que en diez o quince años seguiremos comentando. Gerchunoff, un hombre que supo ser cercano al expresidente, escribió una biografía asombrosa que es, a la vez, un recorrido por la historia política argentina de los últimos setenta años.

Pero el factor esencial que me movió, para esta nueva publicación es que arribamos a los 40 años de vigencia del Estado de derecho en el país que va a ponderar mucho más aún la figura del líder radical a quien la mayoría del pueblo reconoce como el “Padre de la Democracia”.

Estos cuatro decenios han constituido y consolidado la etapa democrática más profunda y duradera de toda nuestra historia reciente. 

Con Alfonsín se inició un proceso de recuperación de la democracia que continuaría con el menemismo a partir de 1989, seguiría luego con De la Rúa con una crisis política en la que se llegaron a sentar cinco presidentes en el sillón de Rivadavia en 12 días, continuó con los doce años de gestión de los Kirchner y siguió con la presidencia de Mauricio Macri, que derivó nuevamente en un gobierno peronista encabezado por Alberto Fernández, con la vicepresidencia, de la dos veces presidenta de la República, Cristina Fernández de Kirchner.

El pueblo recuperó la soberanía, la voz y el voto. Aquel inolvidable domingo 30 de octubre de 1983, llegaron la libertad para los ciudadanos, la consagración de los derechos humanos e individuales fundamentales según las exigencias de la Declaración de Naciones Unidas, del reconocimiento a las identidades colectivas y sus consiguientes derechos y culturas, de la separación de poderes, del gobierno de la mayoría y el respeto a las minorías, que le permitieron a nuestra nación consternada por la historia trágica de la dictadura asesina incorporarse al grupo de las democracias más adelantadas del mundo y abrir un camino para otros países latinoamericanos en ese rumbo.

El tránsito de 40 años no fue fácilmente. La transición de la dictadura a la democracia concitó la inquina de ultras, nostálgicos, golpistas y terroristas. Muchos ciudadanos entregaron su vida en aras de la reconciliación de los antiguos enemigos y las libertades de todos. Pero no por ello aquel proceso –pese a sus momentos más difíciles– dejó de ser considerado como un modelo (esencialmente pacífico en su diseño y su puesta en práctica) para muchos que querían transitar un camino similar.

Pese a las imperfecciones y errores que toda construcción humana conlleva, resulta profundamente injusto para las generaciones que la hicieron posible que desde el extremismo antisistema o el centrifuguismo territorial se desprecie o minimice los logros alcanzados. Y también para las generaciones más jóvenes, que tienen derecho a reconocerse en la página más brillante de la historia Argentina en los últimos siglos.

La Transformación institucional fue un proceso político tremendamente complejo y lleno de matices que todavía hoy precisan ser estudiados para conocer el verdadero alcance de su significado. Un exitoso periplo histórico que propició el tránsito de un régimen político autoritario a otro democrático. 

La Transición continúa siendo una etapa de nuestra historia que necesita ser estudiada con mayor criterio analítico, con disquisición universitaria, alejada del “ruido” exterior siempre caprichoso de las urgencias mediáticas del presente. Una investigación que pueda ofrecer nuevas interpretaciones científicas y no nuevos relatos que traten de justificar su carácter modélico, idílico o desencantado. 

A mi entender, este largo período de libertad, no se caracteriza por ser una etapa modélica o mítica pero sí, en cambio, un período fascinante, repleto de dificultades y cuyo resultado final fue exitoso a todas luces. Dificultades encarnadas en el miedo a despertar los fantasmas del pasado violento.

Se logran estos 40 años como lo posibilitaron las circunstancias, con evidentes claroscuros, con tensiones, con cambios doctrinales, con derramamiento de más sangre de la deseada, con renuncias ideológicas. Con deudas pendientes, reflejadas desde 1983 a hoy, donde atravesamos al menos diez crisis económicas, algunas de años de duración. Hoy tenemos el mismo PBI per cápita que hace 40 años, y la desigualdad de ingreso sigue siendo grave. Cristina Kirchner dejó 30% de pobres, Macri dejó 35% y Alberto Fernández dejará 40% (el segundo semestre de 2022 dio 39,2%). Cada período presidencial agrega 5% de pobres. 

Es criterioso reflejar en este libro esta situación de deuda de la política con el pueblo. 

Pero con la satisfacción de haber cumplido con el objetivo final: la llegada de la democracia cumpliendo el ciclo histórico más extenso en la historia de nuestro país.

Que tengamos por delante, todavía, retos mal resueltos y asignaturas pendientes –como les sucede a muchas otras democracias– debe ser aliciente del cambio, no motivo de depresión colectiva, ni de enmienda a la totalidad. La rigidez de la vida política y de algunas instituciones, especialmente los partidos políticos, la escasa innovación en las relaciones económico-sociales; el verticalismo administrativo; la extensión de los segmentos sociales sometidos a la miseria, la pobreza y la desigualdad creciente, nos obliga a presionar más a las autoridades y los representantes políticos en pro de encontrar, pronto, acuerdos que pueda darnos los cien años que anunciaba Alfonsín al asumir su mandato, de tan meritorios logros en libertad, entendiendo que se debe mejorar el sistema, para lograr una democracia orgánica que se interprete como un sistema de vida en el que estén integradas la economía, la organización política y la ética social. La persona humana considerada como una totalidad y el fin en todo, tanto en el aspecto individual como en lo social.

☛ Título: Crónicas de Alfonso, 40 años de democracia

☛ Autor: Roberto Suárez

☛ Editorial: Areté