Pertenezco al grupo sujeto a discriminación más numeroso en Argentina. Somos casi diez millones de ancianas y ancianos que sufrimos el acoso del “viejismo”, es decir el difundido y secular prejuicio ante la vejez, en tiempos en que la creciente expectativa de vida se ha extendido, sin que aún se hayan diseñado políticas públicas ni privadas para dar identidad y utilidad a los supervivientes.
La población mundial de mayores de 65 años ha pasado de setecientos millones en 2009 a la expectativa de dos mil millones en 2050. Para ese año, el porcentaje de personas de la tercera edad habrá pasado del 8,2% que se registraba en 2000 al 24%.
La postergación social de la vejez es cruel en los sectores sociales sumidos en la pobreza
El “viejismo”, término acuñado por mi amigo el psiquiatra Leopoldo Salvarezza, pionero de la geriatría en Argentina, es la discriminación de la vejez en base a prejuicios y convenciones culturales exacerbadas en tiempos de la sociedad de consumo, que considera a los seres humanos en función de su valor económico, escaso o nulo en caso de personas mayores. Descartables debido a nuestra magra posibilidad de consumir a raíz de nuestras injustas e irritantes jubilaciones, que se suman a la escasa oportunidad que las personas mayores tenemos de generar otros ingresos, expulsadas del sistema productivo. Justificadamente en el caso de trabajos que requieran un desempeño físico exigente, pero sin razón cuando se trata de tareas que impongan una capacidad intelectual y experiencial, muchas veces mayor en ancianos que en jóvenes.
El destierro de viejas y viejos de la sociedad de consumo es evidente en la televisión y en las redes en las que las publicidades de viajes, autos y electrodomésticos están dirigidas a jóvenes y adultos. Nuestra “viejista” incapacidad de producir y consumir, prejuiciosa y discriminatoria, hace que la vejez sea considerada como un problema y una carga económica para el resto de la sociedad.
Habrase advertido que utilizo las palabras “vejez”, “vieja” y “viejo” con frecuencia y soltura, lo que para algunos resultará chocante, porque son términos difíciles de escribir y pronunciar, como si designaran algo desagradable que debe ser evitado. Es esa una de las manifestaciones inconscientes del “viejismo”.
No es casual que la palabra “viejo” sea una de las que más sinónimos tienen en el Diccionario de la Real Academia Española, y no especialmente positivos: anciano, abuelo, vejestorio, matusalén, decrépito, veterano, maduro, senil, achacoso, longevo, vetusto, centenario, añoso, arcaico, anticuado, pretérito, antiguo, rancio, fósil, lejano, trasnochado, tradicional, antediluviano, arqueológico, gastado, estropeado, deslucido, ajado, usado, destartalado. El “viejismo” en todo su esplendor. Es claro por qué no contamos con tan profusa sinonimia para referirnos a los niños, a los adolescentes y a los adultos.
La postergación social de la vejez es particularmente cruel en los sectores sociales sumidos en la pobreza o en la miseria, en los que viejas y viejos son los más cruelmente vulnerables, pobremente asistidos por el Estado y carentes de la protección de estructuras familiares organizadas en torno a la precariedad, en las que las personas mayores son una carga insostenible con las consecuencias de desamparo y muerte prematura.
Otro motivo del “viejismo” es que rompemos la colectiva estrategia de negación de la muerte, típica de la cultura occidental, veneradora de la juventud. Porque la ancianidad “amenaza” con la muerte, la anuncia, la evidencia. Nos recuerda que todos vamos a morir a pesar de los esfuerzos por negarlo con liposucciones, tinturas o bótox.
La certeza de la muerte es intolerable para el ser humano. Los grandes territorios de la creación humana están dirigidos a negarla: la filosofía se propone explicar y comprender, y ojalá conjurar, el absurdo destino de nacer para morir; en el Fedón Platón afirmó que la filosofía consiste en aprender a morir.
Las religiones, por su parte, se afanan en prometernos otras vidas, una forma de inmortalidad que requiere una asombrosa fe en algo jamás comprobado.
En cuanto a la ciencia, esta ha logrado prolongar la vida de las personas mayores en los países o sectores desarrollados de manera notoria, tanto que algunos investigadores se arriesgan a predecir que antes de fin de siglo, a favor de diagnósticos genéticos, reemplazo de órganos y otros avances tecnológicos, podrá llegarse a la inmortalidad, llamada entonces amortalidad, porque no podrá impedir el deceso por disparo de arma de fuego o accidente de tráfico. (…)
Sin embargo, es innegable que existe una potente discriminación implícita, tanto individual como socialmente, en perjuicio de las personas mayores. Por ejemplo, cuando se deba elegir candidato para un empleo seguramente se elegirá al más joven a pesar de que el de más años tenga mejores antecedentes y condiciones para el cargo. También es muy frecuente que se dispare el “viejo de mierda” ante un altercado de tránsito con un anciano. O cuando un joven manifieste desgano se lo estimulará con un “parecés un viejo”. O, como en la campaña de una empresa de moda femenina actualmente difundida en redes, se apelará al “no te vistas como una vieja”.
*Autor de La nueva vejez, Editorial Sudamericana. (Fragmento).